Pertenezco a ese grupo de personas que aborrecen la desigualdad. Pero tal vicio social existe y aumenta por momentos. Es tan evidente (y comprobarlo, tan ofensivo), que cuando veo en la tele a una prebosta o preboste repetir el mantra de que todos los españoles somos iguales ante la ley, ya no me río; me cabreo. Y cuando tengo que hacer una diligencia ante las administraciones públicas y pago impuestos, tasas, herencias y plusvalías, la satisfacción de cumplir con mi deber de ciudadano se me amarga al comprobar cuán distintos somos los mindundis, que tributamos como personas físicas y tenemos toda nuestra economía al descubierto, de quienes manejan a través de sociedades panameñas y cuentas en Suiza supuestos legados familiares, fortunas escamoteadas al fisco y otras maravillas. ¿Cómo es esto posible?, me pregunto.

Por eso he flipado con el caso Cifuentes y sobre todo con la jeta que le han echado la susodicha, el PP y la cúpula de la Universidad Juan Carlos I. Han pasado días desde que el tema salió a relucir (ya saben: a la doña, según parece, le dieron un master por la cara) y ha sido imposible aclarar cosa alguna al respecto. Nadie ha dado explicaciones convincentes, la presidenta madrileña se fue de vacaciones proclamando que ella seguirá luchando contra la corrupción caiga quien caiga (¿?), y el campus afectado pretende investigar durante no se sabe cuánto tiempo un asunto que su secretaría debería poner en claro en diez minutos.

Toldo esto llena de pasmo a quienes conocemos el rigor de las universidades (españolas y europeas) cuando de tramitar algo se trata. Por ahí pasamos y pasan cientos de miles de personas normales y corrientes a quienes nadie regala nada sino todo lo contrario. No hay atajos ni manos mágicas ni corrección de errores que no obligue a seguir un estricto protocolo administrativo, ni presentación de trabajos finales que se zanje sobre la marcha.

Pero está visto que todos no somos iguales. A mi me pillan en un barullo como el de Cifuentes y estaría acongojadísimo. Pero ella...