La queja es la comunicación más habitual entre los humanos. En la vida cotidiana, un saludo o una despedida suelen ser meros actos reflejos a los que ni siquiera prestamos atención. Pero en la conversación de ascensor siempre nos quejamos del tiempo, haga el que haga. Cualquier otro inicio de comentario, que nos preguntara por nuestra vida o halagara la vestimenta que llevamos, nos llevaría a sospechar del psicópata del quinto. Escuchamos saludos callejeros que son pura queja contra el arreón de quien se llama la atención.

El minimalismo semántico ha convertido la onomatopeya en lenguaje ¡Co! La ausencia del «cocori» previo, es una transgresión menor. La escritura de chat tenía la utilidad de ahorrar tiempo (y dinero hasta la llegada del Whatsapp). Pero ahora es el reduccionismo el que ha saltado de las pantallas al cerebro, y de ahí a la garganta. Hasta la llegada de la era digital, primero hablábamos y luego escribíamos. Lo de pensar suele quedarse siempre de conducta rezagada.

Las pantallas se han convertido en espejos que han devuelto al habla los gatillazos de los pulgares revolucionados. Si nuestra sociedad tiende al salvajismo inhumano, es lógico que el «co» sea el grito de la selva comunitaria. Lo menos sirve para lo más. Una llamada, un grito, una queja, una admiración… Nunca la química pensó que el dióxido de carbono tuviera tanto éxito verbal, ya no al cuadrado sino a la enésima impotencia. Es cierto que la queja sirve como desahogo ante la frustración.

En el ámbito administrativo, como consumidores y usuarios, es básico hacerla. Una queja formal, como la reclamación, reafirma un comportamiento, refuerza la autoestima y es eficaz en la medida de su obligada respuesta. En cambio su plasmación implica un esfuerzo (impuesto a menudo para dificultar su presentación). Como comportamiento psicológico la queja, al generalizarse y reiterarse, pierde su función adaptativa. Si alguien está quejándose siempre, suscitará quejas en su entorno ante tan quejicoso personaje. La función más común de la queja es eludir responsabilidades y atribuirlas a otros.

Las entidades colectivas o etéreas, como el tiempo, la suerte, los dioses, los jóvenes y los gobiernos, son los principales objetivos de estas diatribas. La otra característica de las quejas es que pertenecen al pasado, aunque sus efectos controlan el presente y ensombrecen el futuro. Podemos pasar un día sin comer o dormir, pero no sin quejarnos. ¿Quieren probar? No me sean quejicas.

Como nos quejamos con asiduidad, a nadie le sorprende que lo hagamos. Una vez que se instala la queja permanente, el victimismo se apodera de personas que adquieren la condición de pacientes. Algunos autores llaman a esta conducta «síndrome de la queja inquieta».

Hoy sabemos que no estamos ante un trastorno propiamente dicho, sino ante una manifestación del comportamiento que requiere apoyo profesional o, al menos, anuncia la posible llegada de problemas más serios, como la depresión, si no es tratada adecuadamente.

Con la borrasca Filomena hemos disfrutado unas horas de nieve y nos seguimos quejando, desde hace días, contra sus efectos. No estamos preparados para soportar una nevada tan descomunal como la vivida. Carecemos de una estructura invernal, como la de los países nórdicos, para hacer frente al temporal.

Tampoco construimos nuestros edificios con tecnología anti-terremotos, ya que no vivimos en una zona sísmica. Y eso no quiere decir que exista un mínimo riesgo. Lo lógico es priorizar los recursos públicos para las necesidades más razonables.

Luego está el modelo de gestión, desde las diferentes administraciones, ante un fenómeno del que nos han prevenido con antelación. La principal preocupación de las derechas municipales ha sido lucir los centros con limpieza, centrifugando la nieve a los barrios. Mientras esto sucede, el precio de la luz no es de recibo. El pago de los bienes básicos debería estar relacionado con los ingresos que tienen las personas. La dignidad básica vital es un concepto que va más allá de una percepción económica en caso de extrema necesidad. Con voluntad suficiente, se deberían explorar formas creativas, y legales, que permitan conjugar el ámbito del IRPF con el pago de cuantías relativas al uso de bienes básicos como la energía. O algo que no debería ser tan complicado, rebajar el IVA en los primeros tramos de consumo.

Las quejas se prodigan. Se queja Trump de que lo quieran destituir, a título póstumo (presidencial). Le despidió míster Arnold , (de apellido tan impronunciable como una tónica esbafada), ex gobernador republicano de California, con su espada de Co-nan .

Nos quejamos del incremento de contagios tras pasar unas fiestas en las que nos habríamos quejado si no nos hubieran permitido celebrar. Los presidentes «populares» se quejan de que el gobierno no intervenga más, cuando antes pedían autonomía para intervenir. Piden más medidas, pero que sean otros los que asuman las quejas. Llegan más restricciones que motivarán nuevas quejas y viceversa. Vuelta a empezar. Se impulsa la vacunación, sacando de las neveras a las reservistas, tras las quejas de los sanitarios. Gobernar, desde la izquierda, consiste en hacer que haya menos quejas de los más desfavorecidos resistiendo, a la vez, las de los poderosos que alzan la voz y la «co».