Esta democracia en la que vivimos parte de un principio de desigualdad destinado a favorecer sustancialmente a todos aquellos que llevan más tiempo en política y han recibido más votos, independientemente de como los hayan usado. El hecho de que solo aquellos que han logrado representación disfruten de la atención de los medios determina que quien quiera entrar en la palestra política tenga que hacerlo con un pie en el cuello. Hace años que los periodistas protestan durante las campañas electorales contra la imposición de dedicar en televisión un tiempo en función del poder alcanzado por los candidatos, sin atender a criterios informativos.

Que una formación como Podemos haya conseguido romper estas convenciones tiene un gran mérito y ha supuesto uno de los fenómenos mediáticos más espectaculares de los últimos tiempos. Tras las elecciones europeas, algunos veían con simpatía el nuevo partido, otros decían que era flor de un día y algunos ya empezaban a apuntar teorías sobre sus conexiones con regímenes totalitarios (los mismos, por cierto, que condicionan su sistema judicial a los deseos de los gobernantes de un país como China). Lo que es evidente es que Podemos, que tiene, entre otras prioridades, la de acabar con los privilegios de lo que ellos llaman casta, pone nervioso a casi todo el mundo. Todo el que tenga algo que perder, claro. Porque la diferencia principal entre los políticos con silla y los aspirantes a dinamitar un sistema que tiende a la corrupción es que estos no tienen nada que perder. Y no hay nada que dé más miedo. Alguien que no puede perder nada porque lo más importante, la dignidad y la integridad, las tiene intactas.

Escritora