Dwight Yorke es un jugador del equipo de fútbol Birmingham City que, a los ojos de Jason Perryman, hincha del Blackburn Rovers, ha cometido un doble delito: cambiarse al equipo rival y ser negro. Jason profirió insultos y realizó gestos simiescos, por lo que ha sido condenado a no pisar un campo de fútbol hasta el año 2009 y a pagar una multa de 1.000 libras. Y es que, al parecer, la opinión pública y la justicia británicas se han tomado muy en serio las conductas y las actitudes racistas.

Pocos ciudadanos españoles abordan este tema y otros derivados sin advertir desde el principio de que no son racistas (aunque algunos de ellos se sientan con ello habilitados para lanzar toda suerte de invectivas y tópicos racistas o xenófobos contra lo que les suene a diferente, especialmente la inmigración). El hecho es que España se ha puesto tristemente de moda en este ámbito. Por ejemplo, algunos jugadores negros, entre ellos Jimmy Hasselbaink, del equipo de fútbol Middelsbrough, que la semana pasada debía enfrentarse al Villarreal, declararon antes del partido que estaban decididos a abandonar la cancha si percibían gritos, cánticos o actitudes racistas. Llovía sobre mojado: ocho días antes, algunos futbolistas de la selección inglesa de fútbol tuvieron que sufrir una catarata de gritos y silbidos racistas por parte de un sector de espectadores españoles en el estadio Santiago Bernabéu y el propio seleccionador español, Luis Aragonés, había utilizado anteriormente expresiones más que hirientes contra el jugador francés negro, Henry, y, lejos de excusarse o desdecirse, consideró muy oportuno apagar el incendio provocado por sus palabras con nuevas latas de gasolina de la misma marca y de la misma tendencia. La Comisión Antiviolencia española, de momento, nada ha hecho, salvo algunas declaraciones reprobatorias, y quedó a la espera de que salga elegido el nuevo Presidente de la Federación Española de Fútbol. Es decir, un nuevo caso de otra patata caliente que va de mano en mano como si la cosa no fuese directamente con nadie. Ahora ya sabemos que continúa el mismo Presidente de la FEF, Villar, por lo que es de temer que las instituciones se limitarán a seguir depositando la basura debajo de la alfombra.

DICE MI AMIGO Richard que en las próximas elecciones sólo votará a aquel político que reconozca que se ha equivocado en algo. Es decir, que seguramente Richard no votará a nadie. Aragonés y muchos otros personajes públicos pertenecen al extenso grupo de quienes consideran que es preferible morir a rectificar, por mucho que hayan metido la pata, por lo que, una parte considerable de ciudadanos españoles, sobre todo jóvenes, asisten entre estupefactos y pasotas, al espectáculo creciente del racismo, soterrado o patente, presente en algunos sectores de nuestro país.

Generalmente, percibimos sólo la parte emergente del iceberg: negros, moros, sudacas, gitanos, chinos, gays, peludos, chorizos o yonkis. Todos metidos en el mismo saco por alguna de esa gente cuya primera advertencia es que no son racistas. Sin embargo, el asunto es más grave y extenso. Como botón de muestra, a raíz del suicidio de Jokin por maltrato escolar en un colegio de Hondarribia, los medios de comunicación fueron recogiendo hechos, anécdotas, testimonios y denuncias de otras muchas víctimas, que, a poco que agucemos la mirada, tienen el mismo común denominador: los más mediocres, los más anímicamente embrutecidos, necesitan imponer a otros seres humanos, supuestamente inferiores, la ley de la fuerza y el dictado de la violencia, más o menos explícita, pero violencia al fin y al cabo. La víctima puede ser entonces cualquier persona que ha cometido el delito de ser gordito, tener un defecto físico o nervioso, ser callado, tener los padres separados, ser empollón, llevar gafas o un largo etcétera más de motivos irracionales.

EN ESPAÑA, salvo cuatro desalmados, nadie admite en sí mismo el menor atisbo de racismo, pero lo cierto es que, entendiéndolo en su sentido amplio, el racismo se propaga a la velocidad de la luz por las aulas y las calles, los talleres y las oficinas, las comunidades de vecinos y los bares, los campos de fútbol y las salas de prensa. Si cada uno se sintiese bien consigo mismo, si su ideal de sociedad incluyese la igualdad y el bienestar de todos, no necesitaría hacer sufrir a nadie, rechazarlo o injuriarlo, tenerlo como inferior, enemigo o amenaza. En tal caso, quizá incluso mi amigo Richard iría tan contento a votar en las próximas elecciones.

*Profesor de Filosofía