Aunque suene paradójico, tenemos que reconocer que si hay algo que no hace distinciones entre los seres humanos, algo que es universal, es el racismo. Lo compartennompartimos- todas las personas. En cualquier momento se puede manifestar nuestra primitiva necesidad de clan asociada a nuestra incapacidad para desarrollar una identidad que no sea excluyente. Ese es el drama de la identidad, que requiere siempre al otro para definirse y parece que solamente sabemos encontrarla buscando y menospreciando rasgos diferentes entre nuestros propios congéneres. La xenofobia, su existencia, su presencia, omnipresencia en los últimos tiempos, es una demostración de nuestro fracaso como seres civilizados.

El racismo es una tara del género humano. Está en nuestro interior, inculcado de manera más o menos sutil por el entorno, la educación, los medios, las personas que tomamos como modelos… Pero hay otras fuerzas que lo contrarrestan: el entorno, la educación, los medios, las personas que tomamos como modelos… La parte inteligente, la parte empática, la parte evolucionada de los seres humanos nos refuerza en el rechazo del racismo, es una lucha constante que se libra dentro de nosotros, entre civilización y primitivismo. A veces patinamos, soltamos un comentario estúpido, reímos un chiste denigrante y nos sentimos nosotros mismos denigrados, porque ese ser moral que somos a pesar de todo reconoce que, simplemente, no está bien. Y tratamos de corregirnos, porque mantenemos un deseo inquebrantable de llegar a ser seres plenamente humanos, un afán de desembrutecernos, aunque por lo general nuestros esfuerzos se parezcan más a un parcheado que a una construcción.

Por eso rechazamos las manifestaciones de racismo, las castigamos, las combatimos, nos asquean, las rechazamos, las desaprobamos. Y creemos estar obrando bien. Pero, ¿estamos seguros? ¿Se nos ha ocurrido pensar que con nuestra repulsa tal vez estemos hiriendo sentimientos? Sí, sentimientos. Algunos de ustedes leen esto algo perplejos. ¿Los sentimientos de quién, se preguntan? Pues los de todas aquellas personas -vamos a querer creer que son una minoría para no deprimirnos demasiado- para quienes la xenofobia no solo es aceptable y correcta, sino deseable y lógica, pues es parte de un orden natural del mundo: me estoy refiriendo a los racistas convencidos.

Están entre nosotros, y, por lo que leo últimamente en la prensa, tengo la impresión de que esta gente lo está pasando mal, que se sienten cohibidos y coartados en sus libertades, que cuando hablan o escriben manifestando sus prejuicios acerca de quienes ellos consideran inferiores o indignos, que cuando expresan sus opiniones acerca de su indudable superioridad racial y cultural, los señalamos con el dedo y los obligamos a retractarse de palabras que han expresado con toda sinceridad, con el corazón en la mano, como se suele decir. Porque los xenófobos son así, gente con una conexión directa entre sus vísceras, todas, y la boca.

Y algunos, no todos, pero muchos, están sufriendo porque los tenemos reprimidos. No los dejamos salir del armario, ese armario pequeño y exclusivo en el que habitan. Por nuestros juicios de valor peyorativos no pueden mostrarse como lo que son sin tapujos, tienen que traicionar sus auténticos valores. Pero si son racistas por convicción, si de verdad se consideran superiores a otros, lo mejor es que no renieguen de ello cuando se les pregunta directamente. Sea cual sea la causa primigenia de su racismo: falta de oxígeno al nacer, un mal golpe en la cabeza, una abuela que exageró bastante al decirles lo fantásticos que son, ausencia de espejos en la casa, malas experiencias en la escuela, complejos de cualquier índole que necesitan compensar, miedos y traumas diversos, intereses de toda estofa… Un racista que se precie no debe dejar que lo repriman las opiniones que susciten sus manifestaciones orales o escritas. Un buen racista, un racista de pro va por el mundo con la cabeza muy alta, que para eso es un ser superior. Faltaría más.

Personalmente, también me gustaría que lo reconocieran de manera abierta porque, estén donde estén y ostenten los cargos que ostenten, tengo que reconocer que saberlos ocultos en cualquier lugar me dan más miedo. Como con los monstruos de los terrores infantiles, lo peor no era que los hubiera, sino que pudieran estar escondidos debajo de la cama o dentro del armario y aparecieran cuando menos te los esperabas. Por eso, preferiría verlos venir de cara.

*Escritora