Los fenómenos complejos no se explican por un solo factor y la evolución del sistema democrático en diferentes países y concretamente en los EE.UU. no se puede explicar con una simpleza. Trump es el síntoma, pero el trumpismo tiene raíces profundas y son muchas. Igual que son muchos los factores que explicarían por qué allí las ideas socialistas nunca tuvieron la adhesión de grandes sectores de la población, ni tampoco surgió una auténtica conciencia de clase obrera y sus sindicatos son como son y nunca se desarrolló el Estado Providencia. La toma del Capitolio recuerda inevitablemente la estructura demográfica: las diferentes oleadas de emigrantes blancos y sus descendientes, y sobre todo la creciente influencia de la población negra e hispana. En las próximas décadas, lo quieran o no, las proporciones de los grupos étnicos cambiarán y eso parece inquietar a los millones de votantes republicanos que defienden la supremacía blanca. En 1865, y tras la Guerra de Secesión, la decimotercera enmienda de la Constitución federal acabó con la esclavitud, pero no con la segregación. Aparecieron en muchos Estados unos black codes que intentaban que todo continuase igual, restringían sus derechos civiles y el acceso a los recursos públicos. Fue necesario que la Civil Rights de 1886 estableciese que los antiguos esclavos eran ciudadanos de pleno derecho y por tanto con derecho a votar. La reacción fue la creación del Ku Klux Klan en 1886 para impedir el voto llegando a la violencia extrema. Es inevitable recordar estos antecedentes cuando la próxima vicepresidenta será Kamala Harris y es un síntoma el cambio de voto en Georgia gracias al trabajo de Stacey Abrams. A lo mejor, los excluidos han decidido participar y eso ha inquietado a los que siguen queriendo construir una identidad basada en el color de la piel y no en una auténtica democracia.