Estas polémicas sobre quién, cómo y por qué ganó el debate de la moción de censura me parecen irrelevantes por completo. Por mucho que analistas y tertulianos retuerzan la cuestión, dudo que la mayoría de los votantes de a pie tengan en cuenta este acontecimiento específico el día en que deban volver a las urnas.

A priori, esta moción era cosa cantada. Sabíamos que Iglesias se quedaría con poco más de 80 votos, que 90 y muchos diputados se abstendrían y que Rajoy solo tendría el apoyo explícito de otros 170. O sea, que el de Podemos iba a perder por goleada, pero el del PP tampoco iba a obtener un respaldo rotundo, de mayoría absoluta. España, para empezar, tiene un Gobierno que presume de garantizar la estabilidad manteniéndose siempre en equilibrio inestable.

Eso puede ocurrir porque distintos poderes fácticos y grupos de presión, amén de sus incondicionales, creen sin lugar a dudas que Mariano es un tipo sensato, sereno, astuto estratega y brillante parlamentario... en vez de un sujeto oportunista, ultraconservador, cínico, aferrado a una retórica repleta de gracietas y lugares comunes e incapaz de asumir los mínimos éticos y estéticos de referencia en las democracias avanzadas. De hecho, la forma en que soslaya el tema de la corrupción (que ni su partido ni Ciudadanos van a combatir de verdad, sino todo lo contrario) indica su determinación de convertir la protección de los intereses de las élites económicas en un objetivo fundamental.

Lo que el presidente del Ejecutivo exhibe como gran éxito (para lo cual ni siquiera necesita mociones de censura) es un extraño país donde él mismo fomenta la desigualdad de derechos (porque se reserva el derecho a entenderse con los nacionalistas periféricos dispensándoles todo tipo de mercedes), donde se puede procesar a los ciudadanos ¡por blasfemar!, donde las multas por supuestas alteraciones del orden público están a la orden del día, donde, en fin, los sueldos caen y los muy ricos no pagan impuestos.

Y nos dicen que esto es gloria.