Pues sí: Rajoy se fue quedando frito a lo largo de la mañana. Porque el PNV mostraba (ya antes de la intervención de su portavoz, Aitor Esteban) su intención de abandonarle. Porque Ciudadanos le apoyaba... pero no. Porque el PSOE ya no era el de aquella gestora que ordenó abstenerse. Porque Podemos siempre ha estado dispuesto a ponerle la zancadilla. Porque las Españas periféricas van a lo que van. Y, en definitiva, porque en el 2016 el PP fue la marca más votada, pero no ganó las elecciones. Eso no lo quiso entender él, ni su entorno ni su partido ni muchos de sus votantes. No solo porque se empeñaron en confundir un sistema electoral proporcional corregido con uno mayoritario y no quisieron entender tampoco el mecanismo de elección indirecta o delegada por parte del Congreso, sino porque ha habido demasiados analistas, tertulianos, cortesanos, estiralevitas, cómplices interesados y simples lameculos que le convencieron de que era insustituible, un hombre providencial, el presidente por antonomasia, el fiel de la balanza. Y se le olvidó que gobernaba en minoría, que había necesitado la rebelión de los barones socialistas contra su propio secretario general, que debía negociar con el PNV cada presupuesto... Hasta que, de repente, la realidad le cayó encima.

No sé que hará ahora el desalentado Mariano. Tal vez se quede como jefe de la oposición, acumulando fuerzas para volver tras las próximas elecciones generales. Podría jugar esa baza revanchista, minando un Gobierno (el de Sánchez) que nacerá muy hipotecado). Sin embargo en ese papel tiene un competidor directo: joven, habilidoso, demagogo, populista de derechas y limpio de polvo y paja, Rivera. Se dice que, en todo caso, el futuro político (después de la moción) será de centroderecha. Por lo visto, los mercados financieros no admitirían otra cosa (como sugirió ayer Rajoy en su visible desesperación). Chantaje, ¿no?

Bueno... Ayer, a las 8 de la tarde, el debate seguía y el todavía presidente estaba en paradero desconocido. Con eso está dicho todo.