La investidura fallida de Pedro Sánchez certifica el fiasco de toda la clase política española a la hora de dotar al país de un gobierno estable y un Parlamento capaces de legislar sin recurrir al decreto-ley y de aprobar unos presupuestos en plazo. Esto último resultó ya una entelequia durante la última legislatura del PP y a estas alturas podemos concluir que la «nueva política» -con la irrupción de hasta tres nuevas formaciones en el espacio electoral del bipartidismo: Podemos, Cs y Vox- se ha convertido en sinónimo de inestabilidad, vetos cruzados y parálisis de cualquier tipo de iniciativa transversal. En estas condiciones, cuesta imaginar siquiera cómo podría salir adelante una reforma constitucional con la que desbloquear el procedimiento de nombramiento del presidente, cuando ésta requiere de un consenso mayor que el de la segunda votación de este trámite.

Más allá de las cuitas entre PSOE y Podemos, este es el auténtico dinosaurio de Monterroso. Desde 2016, España vive en un limbo lleno de proyectos frustrados, desafíos pendientes y horizontes borrosos. En estas circunstancias, el país es incapaz de afrontar retos urgentes como la actualización de su sistema educativo, la modernización de su mercado laboral o la optimización de su Administración Pública; por no hablar de la reforma del sistema de financiación autonómico o la transformación del Senado en una cámara territorial. ¿Quién osaría hoy plantear estos temas ante la opinión pública, cuando es imposible saber quién se sentará mañana en el Consejo de Ministros? Es más: ¿cómo pretende salir el presidente in pectore de esta situación, convencido como está de que no hay más alternativa que su coronación definitiva? En realidad, de ninguna manera. La vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, se encargó el pasado viernes de anunciar que el PSOE vuelve a su hoja de ruta inicial, en pos de un gobierno en minoría al estilo portugués. O, para ser más precisos, verbalizó el proyecto insinuado por Sánchez durante el debate de investidura de cruzar el estrecho de la gobernabilidad a partir de septiembre a fuerza de someter a Podemos en cuestiones sociales y a los nacionalistas en las identitarias; todo ello, sin dejar de reclamar el apoyo patriótico del PP y Cs para conjurar el naufragio.

Entretanto, la acción gubernamental se centrará en eso que se ha dado en llamar la batalla por el relato. Durante los próximos meses, tras 80 días sin rastro alguno de negociación, los medios van a emplearse a fondo en determinar quién ha sido el culpable de que fracasaran unas conversaciones de tres días en las que las filtraciones amenazaron con madrugar a las propuestas. Nada de todo esto sucedería, claro está, si la política recuperara el protagonismo, si los jefes de gabinete dejaran de mandar (y cobrar) más que los ministros y si los partidos se comprometieran de una vez por todas con una regulación transparente de la publicidad institucional y otras vías de financiación que sirven de correa de transmisión entre el poder y la prensa. Pero, a la hora de la verdad, la principal consecuencia de la moción de censura que sacó a Rajoy de la Moncloa ha sido la sustitución de Soraya Sáez de Santamaría por Iván Redondo en el puesto de Rasputín capitalino.

Muchas veces, el propio afán por mejorar las cosas coloca a la ciudadanía ante el falso dilema de escoger entre las instituciones y sus dirigentes. Después de la crisis de 2008, muchos pensamos que España, junto al resto de países occidentales, se enfrentaba a un problema institucional en el que se mezclaban factores externos (la desregulación frente al capitalismo financiero, las guerras culturales, el auge del populismo) con factores internos (el agotamiento del modelo del 78, la quiebra del pacto generacional, la crisis territorial). No obstante, el tiempo ha ido demostrando que también tenemos un problema de personas, como evidenció la ausencia de Rajoy en el Congreso el día de su caída o como muestran hoy las contradicciones del líder socialista, empeñado en exigir a otros lo que él negó en su día hasta la saciedad. Mientras, como en la casa tomada de Cortázar, el espacio reservado al buen gobierno y la responsabilidad es cada día más pequeño. Y quién sabe si, al paso que vamos, no habrán de abandonar la finca. H *Periodista