Casi 300.000 muertos en el mundo, más de 150.000 en Europa, más de 27.000 en España. 4 millones de contagiados, millón y medio de curados, al menos, físicamente. ¿Pero, qué hay de sus corazones y cabezas? No solo las suyas sino las de la totalidad de la población mundial, que ha visto como sus vidas se iban al traste. La OMS ya advierte de las importantes consecuencias para la salud mental que el impacto del coronavirus en el mundo está empezando a tener. Han aumentado el consumo de sustancias estupefacientes, los suicidios y los trastornos psicológicos (ansiedad, depresión, insomnio…). Y el escenario, a medio y largo plazo, podría ser peor, si tenemos en cuenta las estadísticas.

En lugares de conflicto, una de cada cinco personas experimenta algún tipo de trastorno psicológico. Un momento tan estigmatizante como el actual (en el que el padre nuestro de cada día es el aislamiento, el miedo, la incertidumbre, la falta de empleo, de ingresos, de afectos…), podría incluso llevarnos a superar ese indicador, si los gobiernos no toman medidas para dar apoyo y atención psicológica a los más vulnerables (sanitarios, ancianos, menores, familias sacudidas por la muerte, padres que deben soportar las tensiones del teletrabajo y cargar con el peso de la educación de sus hijos, los que están solos en casa…).

Habrá que ir pensando que ese nuevo plan B versión 1.0, el que anda diseñando con todo mimo nuestro Ejecutivo para salir de esta crisis, reserve un capítulo bien amplio para la inversión en sanidad, capaz de dar cobertura no solo a las necesidades sobrevenidas de una crisis de salud física de tal magnitud, sino también de garantizar la salud mental de la ciudadanía, y el nacimiento de una nueva Re-Generación.

*Periodista y profesora de universidad