Cada cual vive el fútbol de una manera personalísima. El temperamento y el carácter tienen mucho que ver en cada comportamiento. Hay quien lo saborea de modo íntimo, en un silencio nervioso. Hay quien lo hace con genio y quien lo disfruta como una celebración semanal de la amistad. También hay para quienes se trata de un ritual familiar, heredado de generación en generación y paladeado con ese aroma de amor paternofilial exclusivo de padres e hijos. El fútbol es incluso un desahogo y una válvula de escape, a veces también mal entendida. Hay millones de aficionados y millones de formas de vivir esta fiesta colectiva con alcance universal.

Un acto de devoción casi religioso que une a personas de distinta condición social, económica y política en torno a un mismo recinto y un sentimiento común. Todo alrededor del amor a unos colores. Entendido como se quiera, el fútbol siempre ha de tomarse como una razón para el gozo, para ser más feliz, un espectáculo muy higiénico en el que la meta es la victoria propia y la derrota del rival, pero siempre dentro de los cauces de la más estricta deportividad, especialmente en fechas significativas.

Una de ellas es la que espera este fin de semana al Real Zaragoza y al Huesca en La Romareda, un derbi aragonés con todos los alicientes. Nada tienen que ver un club y otro. Su historia es incomparable. Ahora uno trata de volver a su lugar natural, al lado de los grandes de España, y el otro de alcanzar un sueño majestuoso. Las aficiones están volcadas. Será un gran día para Aragón.