La mayor parte de los españoles (y casi todos los catalanes) observan con preocupación los pasos que puedan darse, con las elecciones de febrero en el horizonte, para superar el conflicto en el que sigue sumergida Cataluña, y ello con independencia de las posiciones que cada uno sostenga en torno a él. A mí me preocupa por partida doble: porque soy español y porque tengo fuertes vínculos familiares, sentimentales y vitales con la comunidad vecina, en la que paso buena parte del año desde hace mucho tiempo.

Sobre el origen de ese conflicto ya se ha hablado lo suficiente. De las responsabilidades de unos y otros (reales o imaginarias), de las intenciones que lo avivaron (nobles o bastardas) y de los errores cometidos (ciertos o exagerados). Insistir en ello sería inútil porque el único hecho relevante ahora es que la situación se ha enquistado y, entre los muchos problemas que acucian a este país después del fatídico 2020, hay que ir pensando ya en la forma de abordar este, que es primordial porque afecta a la médula del Estado.

A mi juicio, la mejor manera de hacerlo es tener presente la realidad. Y la realidad es que, nos parezca bien o mal, existan o no motivos para ello, hay un sentimiento de agravio contra España que comparten muchísimos catalanes. Un sentimiento que, sin duda, han generado los sectores independentistas aprovechando torticeramente competencias como la Educación para propagar falsedades durante décadas y conformar entre la población una idea de Cataluña tan alejada de la verdad histórica como acorde a sus intereses.

Eso es así, pero también lo son los errores cometidos durante esas mismas décadas por gobiernos españoles de uno y otro color, que toleraron esa mixtificación para no enajenarse la voluntad del nacionalismo, de la que en muchas ocasiones dependían. Y, en todo caso, no creo que merezca la pena llorar por la leche derramada. Lo que urge es buscar soluciones a un conflicto que envenena las relaciones entre Cataluña y el resto de España, y las que mantienen entre sí los catalanes, incluso dentro de una misma familia.

Vías para el acuerdo

Se trata, y soy consciente de la enorme dificultad de hacerlo en un clima político tan enrarecido como el que vivimos, de encontrar vías para el acuerdo entre todos, por diferentes que sean los puntos de partida. Pero no un acuerdo para salir del paso, un parche que tapone el problema durante poco tiempo para volver a las andadas a la vuelta de la esquina. Hace falta un acuerdo duradero, tan duradero por lo menos como el Estatut de Sau, que sirvió para treinta años. O, lo digo de paso, como la reforma del Estatut de 2006 que, con todos sus defectos, consiguió que los catalanes la votaran masivamente en referéndum, lo que hubiera hecho imposible a los independentistas ponerla en cuestión durante mucho tiempo. El nuevo texto estuvo en vigor tres años y nada grave ocurrió en ese tiempo, ni se rompió España ni tenía trazas de hacerlo. Pero la polémica sentencia del Tribunal Constitucional (salpicada de incidentes y recusaciones) dio pie a que el nacionalismo, cada vez más radicalizado, se considerase defraudado y, por fin, pudiera plantear la independencia como la única vía posible para sacudirse «el yugo» de las instituciones españolas. Y para justificar su decisión de avanzar unilateralmente hacia ella.

Ese, pues, no es el camino. Hace falta aprovechar que el unilateralismo ha entrado en crisis y que ERC parece apostar por el diálogo entre España, en su conjunto, y Cataluña. Y aquí aparece una pregunta que conviene formular en toda su crudeza: ¿hay alguien que crea en serio que se puede llegar a un acuerdo con los líderes secesionistas en prisión? Los indultos, claro que sí, de eso hablo. Aunque caigan sobre mí las iras de los que plantan banderas de España kilométricas por Navidad y se ofenden como ursulinas porque las vacunas contra el covid 19 hayan llegado con una pegatina que tiene esos mismos colores y la leyenda «Gobierno de España».

Limar asperezas

Para llegar a un acuerdo es preciso antes limar asperezas ( de eso no falta, por uno y otro bando). Pero también hay que reflexionar sobre las condiciones de un indulto posible (y creo que necesario) para que no se convierta en pan para hoy y hambre para mañana. O, como dicen algunos, para que no invite a la reincidencia dando a entender que la violación de las leyes sale gratis, o muy barata.

Los que se oponen al indulto, esgrimen el hecho de que los dirigentes encarcelados no se han arrepentido de los actos por los que fueron condenados. Supongo que lo hacen porque son conscientes de que no pueden arrepentirse en público de unas ideas que comparte su electorado. Por lo tanto, pedir que se arrepientan es pedir un imposible, algo en lo que una parte de la política (española y catalana) se ha especializado.

Pero existe otra posibilidad: que reconozcan que cometieron un error al elegir la vía unilateral y hagan firme propósito de no volver a intentarlo de ese modo. En mi opinión, eso sería suficiente para que el ejecutivo que preside Pedro Sánchez abordase esa difícil decisión que, sin embargo, puede desbloquear la situación para avanzar en el diálogo. Si reconocen el error del 'procés' para seguir defendiendo la independencia, solo tienen la vía constitucional: Reformar la Constitución, por la vía legal. Supondría la desactivación del problema a corto plazo y su desaparición a largo. ¿Es mucho precio para un indulto?

Alguno pensará que soy un optimista incorregible y tal vez acierte, pero solo trato de ser realista y estoy convencido de que la solución a este problema endiablado pasa exactamente por ahí. En cuanto a la voluntad de quienes se sitúan interesadamente en los extremos… mi optimismo flaquea, la verdad.