Hoy todos sin excepción argumentan: La reconstrucción de la economía tras el Covid-19 tendrá que ser distinta a la de la crisis del 2008. Acaba de celebrar una cumbre la patronal CEOE donde han presentado sus propuestas para la reconstrucción Nada nuevo: mantener las leyes que les han ido bien (especialmente la reforma laboral), menos impuestos, mayor flexibilidad y que el dinero público les llegue lo más rápido posible y con las menores limitaciones posibles. Dos ejemplos. Pablo Isla, de Inditex, pidió que no se revierta la reforma laboral ni se suban impuestos: «No hay que revertir reformas que se han mostrado eficaces». El presidente de Ferrovial, Rafael del Pino: «Necesitamos un plan de reactivación basado en la ortodoxia económica, un marco laboral estable y una política fiscal que no eleve la presión sobre empresas y particulares».

Tendrán que hacer esta vez algún sacrifico. Su patriotismo es muy peculiar. Ser patriota auténtico implica una determinada empatía hacia tus conciudadanos. Es que ningún español, ninguna española queden expuestos a la miseria y sus lacras, ni abandonados a su suerte en tiempos de desventura. Es que te hierva la sangre al observar cómo proliferan cada vez más personas pidiendo limosna en cualquier calle o rebuscando comida en los contenedores, que recuerdan a los mendigos arrodillados en las escalinatas de las catedrales medievales; al ver a muchos desahuciados de sus viviendas para beneficio de los bancos; al ser expulsados del centro de la ciudades muchos inquilinos al no poder pagar los alquileres, para beneficio de fondos buitres, y una alcaldesa tenga la desfachatez de decir «solo se cambia el casero»; al observar que muchos de nuestros jóvenes tengan que emigrar al estar en paro o con trabajos precarios; al ver filas para recoger alimentos … Estos dramas duelen a los patriotas de verdad. Ya hicimos un sacrificio muchos españoles para combatir la crisis del 2008. Y ha dejado un reguero de sufrimiento, pobreza, exclusión y desigualdad por el camino. No invento nada. Veamos las conclusiones, que a todo español de bien le debería helar el alma, en su visita reciente a España de Philip Alston, el Relator Especial de Naciones Unidas para la Pobreza Extrema y Derechos Humanos: «He visitado lugares que sospecho que muchos españoles no reconocerían como parte de su país (…) barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados, sin agua corriente, electricidad ni saneamiento, donde los trabajadores inmigrantes llevan años viviendo sin ninguna mejora en su situación». La palabra que he escuchado con mayor frecuencia en las últimas dos semanas es «abandonados». Los grandes beneficiados son los ricos y las empresas que, pese a los beneficios, pagan menos impuestos que antes de la recesión».

Si la situación era ya dramática antes del Covid-19, imaginemos cómo será en el futuro. Los medios abogan por el consenso. ¿Consenso o claudicación de los que ya sufrieron las secuelas de la crisis de 2008? La irresponsabilidad, insolidaridad y ceguera de algunos es tal que les impide ver que bajo sus pies se puede estar forjando una bomba de relojería, que puede explotar en cualquier momento. A veces hay multimillonarios con cierto sentido común, con una mezcla de prudencia y ética, en España yo no los veo, como el norteamericano Nick Hanauer que expone unas ideas en su artículo The Pitchforks Are Coming… For Us Plutocrats. (Las Horcas están viniendo ... Para nosotros Plutócratas): «La capacidad de aguante de una sociedad tiene un límite. En una sociedad altamente desigual, solo puede darse o un estado policial o una revolución. No hay otros ejemplos. No es si va a pasar, es cuándo. Un día alguien se prende fuego en la calle, y entonces miles de personas salen a la calle y antes de que te des cuenta el país está ardiendo. Y no hay tiempo para ir al aeropuerto a coger el jet y volar a Nueva Zelanda. La revolución será terrible, pero sobre todo para nosotros».

Lo evidente es que hoy en España y en el resto de Europa la «cuestión social» existe con la crudeza de fines del XIX. La forma de abordarla puede hacerse desde la prudencia o desde la ética. Desde la prudencia para salvar el capitalismo de sí mismo o de los monstruos que genera. Para ello hay que impedir que el capitalismo genere una clase baja indignada, empobrecida, resentida, presta al levantamiento revolucionario. Lo hizo Bismarck en la Alemania de fines del XIX. Desde la ética para proporcionar los medios adecuados para que los trabajadores y su familia vivan decentemente. Lo hizo la democracia cristiana y la socialdemocracia en la Europa de después de la II Guerra Mundial.

Hoy observamos que las élites económicas no tienen intención alguna de abordar la cuestión social. Si no lo hacen desde la ética, por lo menos debieran hacerlo por prudencia. Como señala Tony Judt en su libro Sobre el olvidado siglo XX: «Las reformas sociales de la posguerra en Europa se instituyeron en buena medida como barrera para impedir el regreso de la desesperación y el descontento. El desmantelamiento de esas reformas sociales, por la razón que sea, no está exento de riesgos. Como sabían muy bien los grandes reformadores sociales del siglo XIX, la cuestión social, si no se aborda, no desaparece. Por el contrario, va en busca de respuestas más radicales». La historia proporciona jugosas lecciones.