Hace ya unos años, coincidiendo con el impacto mediático que generó el caso de una mujer de Granada asesinada por su esposo poco después de contar en televisión que sufría constantes agresiones maritales, políticos de todo signo y responsables institucionales realizaron llamamientos públicos a las maltratadas para que denunciaran sus casos y no se dejaran amedrentar con la promesa de perseguir y atajar este tipo de delitos. Las campañas de concienciación se han sucedido desde entonces y han conseguido uno de los fines iniciales para los que fueron diseñadas. Cada año crecen las denuncias y, sin ir más lejos, el año pasado se tramitaron algo más de 50.000 casos de violencia doméstica, 7.000 más que en el 2002. Uno de los problemas principales para atajar las agresiones de género y la humillación a las mujeres era precisamente el recelo a dar parte de su situación ante la policía o ante la justicia por miedo a represalias. No en vano, tres de cada cuatro víctimas convive con su agresor. Uno de los objetivos sustanciales ya se ha cumplido, por más que los expertos calculen que ni siquiera se denuncia el 20% de los casos y que, por tanto, conviene no bajar la guardia.

Claro que en el segundo y más importante aspecto de estas campañas dirigidas hacia las mujeres agredidas por maridos, compañeros o familiares --el de la capacidad de respuesta de la Administración para atajar el problema tras liberarse las víctimas de sus temores--, el fracaso ha sido total. Un análisis somero de los datos nos reafirmará en esta sensación, y en concreto basta con valorar el goteo constante y creciente de muertes que se registran cada año en nuestro país. Mientras el 2002 arrojó un balance de 68 víctimas mortales, la mayoría mujeres, el año pasado se cerró con la escalofriante cifra de 81 fallecidos. Y no porque no se hayan formulado intentos para erradicar el problema, sino sencillamente porque las sucesivas medidas adoptadas no han funcionado, generando desconfianza en sujetos sensibles sobre los que se corre el riesgo de generar frustración.

Por citar algunos ejemplos, sirva el de la ley de protección a las víctimas de malos tratos que entró en vigor en agosto del año pasado. El texto otorga al juez instructor la capacidad de dictar medidas cautelares de carácter civil y penal sin acudir a otras instancias, con lo que se suprime el devenir por las ventanillas de la Administración. En el terreno de la atención social, se han multiplicado las casas de acogida y los medios a disposición de las víctimas. Pero mientras estas actuaciones no se realicen de forma coordinada y uniforme será poco probable que se pueda atajar una plaga que nos degrada socialmente y que ya hay quien plantea que debe ser abordada como si del problema del terrorismo se tratase.

Llegados a este punto, convendrá analizar por qué los cambios legislativos introducidos en los últimos años no han atemperado tan triste problema. Recientemente, Fernando García Vicente, persona con autoridad moral e independencia por ser el Justicia de Aragón y con preparación jurídica por su condición de fiscal en excedencia, daba algunas claves para entender la pervivencia de estas situaciones anacrónicas pese a la adopción de nuevas medidas. Para el Justicia, existe una deficiente respuesta judicial, eficaz sólo cuando el daño está producido pero aún insuficiente cuando de prevenir se trata. En segundo lugar, destaca la falta de eficacia de las medidas adoptadas por las comunidades autónomas, al quedarse en medidas cosméticas sin recursos presupuestarios suficientes. Y en tercer lugar, las Fuerzas de Seguridad carecen de recursos para controlar las medidas cautelares que pudieran imponerse sobre los agresores. Sin ir más lejos, y por poner un ejemplo, en Zaragoza están previstas 14 plazas para protección de mujeres y menores pero sólo se han cubierto siete.

Los argumentos del Justicia son rotundos y deben hacernos reflexionar. Cuando está a punto de iniciarse una campaña electoral, es más que necesario que quienes aspiran a gobernar este país expliquen con detalle cómo, cuándo y con qué fondos pretenden luchar contra esta violencia degradante. Como queda reflejado en estas mismas páginas, existe consenso político y social para condenar esta lacra y buscar soluciones. Háganlo, y desciendan a lo concreto. Explíquenos cuántos psicólogos ayudarán a las mujeres con problemas, cuántos pisos estarán a su disposición, si existe o no voluntad de aumentar las dotaciones policiales para protegerlas y, en fin, cómo se mejorará el sistema judicial que debe aplicar las leyes aprobadas, por buenas que sean. Sin olvidar la necesidad de apoyar la educación en valores que destierre cualquier comportamiento violento y que fomente la igualdad en todos los órdenes.

Las víctimas de los malos tratos muestran cada vez menos miedo a denunciar, pero con una respuesta del sistema rácana la frustración se multiplicará irremediablemente. Ese es el verdadero riesgo, pues no parece descabellado pensar que se puede producir una involución en el número de denuncias presentadas. Y entonces será ya demasiado tarde para pedir confianza a las mujeres maltratadas.

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