Se pensaba todavía a comienzos del siglo XXI que Internet crearía un escenario público de debate, aspiración de toda democracia. La abundancia de información y su libre accesibilidad contribuiría a la formación de la opinión pública desconocida hasta ahora. El tránsito de una comunicación radial (con un centro inteligente, el medio de comunicación y múltiples receptores) a otra en red (donde cada receptor de información es un potencial difusor y creador de nueva información) sería el paraíso soñado con una ciudadanía muy informada, capaz de controlar a sus gobernantes.

Evidentemente, la proliferación de información en red no supone necesariamente una mejoría en los mecanismos de formación libre de la opinión pública. La sobreinformación supone muchas veces una forma de subinformación, además de excluir, lo que es clave en la libre formación de la opinión pública, la información no deseada. En la red buscamos la información, que nos reafirma en nuestros prejuicios y no la que, especialmente, más necesita una opinión pública. Aquella que los cuestiona, y nos obliga continuamente a contrastarlos, o incluso a cambiarlos.

En la red a su vez se producen hechos inadecuados para la correcta información de los ciudadanos. Encontramos problemas respecto a la traducción de la ilegilibilidad de la realidad y respecto a la buena fe en la transmisión de la información.

En la primera cuestión, el que cualquiera se convierta en emisor de información genera una irreversible y progresiva reducción de las posibilidades de presentar los complejos problemas políticos, sociales y económicos en mensajes comprensibles (legibles) para los ciudadanos. En gran parte de la información de la red no hay análisis, ni estudio de las múltiples consecuencias de los problemas que los gobiernos han de resolver. Hay simplificaciones y en muchas ocasiones puros y duros errores. Esto va a ser especialmente grave con el uso de algunas formas de comunicación, como en Twitter. Una cuestión política de calado no puede reducirse a un centenar de caracteres. Ni mucho menos sus posibles soluciones. Mas, el mensaje así elaborado y remitido es simple, poco exigente para su comprensión, rápido de leer y de reenviar. Por el medio se pierden muchos matices y la mayoría de las aristas del problema. Mas, estos mensajes tienen aparente éxito y difusión inmediata. Preferimos los mensajes directos y claros dirigidos más a las emociones que a la razón. En esta vida apresurada, en la que solo nos falta tiempo para las cosas realmente importantes, el éxito de los mensajes se reduce a contar los me gusta, lo que no significa que se hayan leído. Obviamente no sirven para formar la libre opinión pública. Lo que provoca es su infantilización y, el embrutecimiento del discurso público.

Pero también en la red la buena fe en la transmisión de información se ve dañada. En general en los medios tradicionales la información se sometía a determinados controles. El desprecio a la verdad, la no comprobación o el tratamiento desleal de los contenidos eran detectados y subsanados antes de que se convirtieran en comunicación. Además la profesionalidad de los componentes de los medios aseguraba cierto nivel de claridad y de buena fe en la información. Lo que no quita que hubiera medios que no cumpliesen estos requisitos. Pero la gente sabía distinguir entre prensa seria y sensacionalista. La comunicación en red modifica radicalmente esta situación. Ya no hay controles internos sobre la calidad de la información, salvo en la versión online de los viejos medios analógicos o de las instituciones públicas. En la red no existe garantía de una adecuada comprobación. No hay obstáculos para que emisores transmitan mensajes que saben que son falsos. Nace así la posverdad. La opinión pública ya no se forma a través de hechos de buena fe presentados. Son mensajes emocionales que pueden no tener ningún apoyo fáctico. Y este panorama todavía se agrava más si tenemos en cuenta la posible presencia de grupos económicos o políticos con sus propios intereses. La campaña de Bolsonaro fue del algoritmo, las fake news y el WhatsApp, las armas de destrucción matemática de la realidad. Este factor explica que el último mes de campaña duplicó su intención de voto. Una vez que Facebook, tras los escándalos en Estados Unidos, cerró, al menos parcialmente, su plataforma a las fake news, los estrategas de Bolsonaro descubrieron un hueco por donde colarse en una plataforma de comunicación directa y cerrada como WhatsApp y desarrollaron una campaña sin precedente de guerra sucia, utilizando herramientas como big data y excelente segmentación, para sembrar noticias falsas que apuntaban directamente al imaginario de la gente común.

¡Cuánto daño ha hecho la red para agravar el problema de Cataluña! Tanto desde el lado independentista como del unionista español se han lanzado graves insultos, descalificaciones y tópicos infundados. Mensajes muchos falsos y, aun así, a pesar de la sospecha que levantan, se han reenviado rápidamente -y quizá sin leerlos- porque el deseo que se tiene de que sean verdaderos se antepone a la realidad. Lo grave es que han propiciado un discurso de odio y de humillación contra el que piensa diferente, con opiniones incendiarias, que han normalizado la tolerancia hacia la violencia verbal.

*Profesor de instituto