Desde que el Rey emérito decidió marcharse a vivir al extranjero (no sé si por voluntad propia o porque le obligaron), han surgido muchas voces que reclaman la celebración de un plebiscito para conocer si el pueblo español desea que nuestro país siga siendo una monarquía o una república. No creo que la disyuntiva entre monarquía o república pueda ser dirimida con un simple SÍ o con un NO, ya que tanto una como la otra categoría política poseen dimensiones filosóficas y éticas difíciles de ser conceptualizadas en una consulta dicotómica, o incluso en un artículo periodístico. Por ello, no voy a entrar en esas disquisiciones teóricas. Solo me limitaré a ofrecer mis reflexiones personales sobre los pros y los contras de realizar ahora un referéndum dicotómico entre monarquía o república. Considero que para poder contextualizar el tema es necesario remontarse al año 1975, cuando murió el dictador Franco.

En aquel momento defendí que una monarquía que no respetaba el orden sucesorio, no era una monarquía legítima. A su vez, también consideré que una monarquía instaurada por una dictadura era incompatible con una democracia, aunque el monarca impuesto renegara rápidamente de los principios fundamentales falangistas que juró respetar y defender, como así sucedió. Asimismo, me pareció que el procedimiento elegido para conferir un barniz democrático a la monarquía no era el más apropiado: introducirla en la carta constitucional para dar la impresión de que si el pueblo votaba a favor de la Constitución, había votado también en favor de la monarquía. Entonces defendí que antes de aprobar la nueva carta constitucional hubiera sido necesaria la celebración de un referéndum en el que se preguntara a la ciudadanía si prefería que España fuera una monarquía impuesta por la dictadura, una monarquía regentada por el legítimo sucesor (es decir, por el padre de Juan Carlos ) o una república. En caso de que la opción republicana hubiera sido mayoritaria, después había que hacer otro plebiscito para comprobar si el pueblo estaba de acuerdo o en contra con el modelo republicano propuesto. Dado que no se hizo así, no participé en aquel referéndum constitucional. Pasados más de cuarenta años, me pregunto: ¿Tiene sentido celebrar hoy ese plebiscito, tal y como exigen los líderes de los partidos que apoyaron la investidura de Pedro Sánchez para ocupar la presidencia del gobierno? Rotundamente, creo que no es el momento si lo que se pretende es democratizar la jefatura del estado. En cambio, entiendo que puede ser el mejor momento si lo que se pretende es un cambio radical de régimen sin respetar el procedimiento que exige la vigente legislación. En cualquier caso, previamente habría que aclarar cuáles son las características básicas de ese nuevo régimen.

NO HAY QUE ser muy críticos ni muy inteligentes para suponer que el objetivo de los políticos que están exigiendo dicho referéndum no es el de modernizar y democratizar la jefatura del estado, sino la demolición del régimen surgido de la Constitución de 1978 para transformarlo en una república cesarista de corte neocomunista, en la que los dos principios fundamentales de la cultura democrática occidental (el respeto de la propiedad privada y la aceptación del libre mercado como base de la economía) desaparecerían del ordenamiento jurídico. Para hacer esa afirmación tan contundente me baso en las publicaciones y en los discursos de algunos de los líderes de Podemos. A través de esos documentos se constata que las bases teóricas son las mismas que las de los intelectuales que en el pasado siglo defendieron la ruptura definitiva de la democracia liberal tal y como había sido entendida a partir de la revolución francesa: el marxismo, el existencialismo, el estructuralismo y el postmodernismo.

«Fue en la década de los años sesenta y setenta del siglo XX cuando ciertas élites occidentales abdicaron definitivamente de sus orígenes. Como consecuencia de esa abdicación, los valores de la cultura occidental, como la aceptación crítica del pasado y la permanente evolución cultural, que servían para tomar lo existente como punto de partida e ir incorporando elementos nuevos, dieron paso a la idea de que la sociedad debía ser construida partiendo de cero. Ya no se trataba de matizar y perfeccionar el conocimiento de los hechos, como hacían los historiadores más rigurosos, sino de reescribir la historia por completo y de establecer la creencia de que nada sucedió como nos lo habían contado» (J. Benegas, La ideología invisible, 2020, pág.72). Es en ese contexto teórico en el que se justifica la necesidad de aprobar una ley de memoria histórica que permita interpretar la historia al gusto de los césares con mando en plaza, tachar de esclavistas a los personajes históricos mediante el bochornoso recurso de juzgar los hechos del pasado con pautas éticas actuales, y expulsar del juego político a quienes no aceptan las falsas y mitológicas identidades, creadas por los nuevos césares sin ninguna base científica, mediante el fácil recurso de cargarles el sambenito de fascistas. Ni que decir tiene que el momento actual es el más propicio para lograr esos objetivos, mediante un referéndum tramposo que aparentemente se centre única y exclusivamente en la dicotomía entre monarquía y república.

En cambio, si lo que se pretende de verdad es la democratización de la jefatura del estado y la modernización del sistema político, lo sensato sería plantear un cambio parcial de la actual Constitución, referido a los ámbitos que se han quedado obsoletos y a aquellos otros que son ineficientes, respetando el procedimiento que la propia carta constitucional determina. Es en ese contexto reformista y respetuoso con la legalidad vigente donde deberían plantearse los cambios que se consideren oportunos en relación a la jefatura del Estado y a la actual carta constitucional, tales como por ejemplo: la distribución territorial de España; el marco competencial de los gobiernos regionales; la composición del parlamento, del senado y de las cámaras territoriales; la ley electoral para impedir que, como sucede ahora, los alcaldes, los presidentes regionales o el presidente del gobierno, cuando ningún partido logra la mayoría absoluta, sean nominados a través de contubernios de despacho, dando lugar a que consigan las poltronas los líderes de los partidos menos votados. ¿Hay algún procedimiento menos democrático y caciquil que ese?