Por estas fechas, las ciudades de buena nueva se visten todas como Las Vegas, de largas luces y chorros de lentejuelas, de seductoras máquinas tragaperras que invitan al juego del regalo, del detalle, de la contraprestación sentimental, del gasto monumental y compulsivo. Se abre una cuenta pendiente con la conciencia (el qué dirán) y para salir de ella la única llave homologada es la tarjeta de crédito haya liquidez o sólo plástico. Ser observador de esta gran bacanal de la compra se contempla como un signo de debilidad, de ordinaria pobreza admitida. La persona brinda más que nunca por su condición de ser humano, pero en el doble fondo de la copa descubre siempre su rostro de consumidor resacoso y arrepentido una vez más, como el ludópata que sin prisas se dirige hacia el puente de los suicidas a fin de mes.

En la gran ruleta que es este lugar del calendario pagano en el doble sentido, muy pocos apuestan a la sinceridad. Ni siquiera los niños, que son los grandes beneficiarios de ese compromiso etiquetado de hipocresía emocional, de falsa y cada vez más cara tradición. Tiene la Navidad más de ruina doméstica que de entrañable encuentro, de gran casino insaciable y obsceno. El anuncio apela al recuerdo, a la paz, al abrazo fraternal y al último modelo de televisor de plasma sin que el orden de factores altere el producto, a quien acompaña obligatoriamente el ´home cinema´, o el reproductor de mp3, o la cámara digital, o el DVD con lector universal, o el teléfono portátil con microondas incluido... La felicidad es la electricidad.

No es fácil huir de la tentación del escaparate-sirena, aunque siempre hay una página en blanco en el catálogo impuesto de los grandes almacenes y de los pequeños mercaderes, un espacio de libertad para hallar un motivo propio que regalar. Lejos del imperio de lo obvio, en la otra orilla de Las Vegas que son la ciudades falsas con cajeros automáticos que entonan villancios, en la llanura despejada de la imaginación cueste lo que cueste, se encuentran puestos libres de impuestos. Una llamada para decirle que le echas de menos o que no le olvidas puede ser al mayor de los tesoros. Es el universo de los gestos naturales, un territorio que desconoce el tiempo y que no está al alcance de cualquiera. Este tipo de regalos no tienen precio. Son los que hacen saltar la banca o una lágrima.