Mucho se oye hablar últimamente acerca de la necesidad de regeneración de la vida política; de transparencia y de medidas para erradicar prácticas indeseables y corrupción. Lamentablemente, tamaña locuacidad apenas se traduce en hechos de suficiente calado y eficacia; tampoco es menor el problema de la credibilidad, al que se enfrentan, justa o injustamente, todos los políticos y que no es sino la secuela insoslayable del incumplimiento sistemático de las promesas electorales y de un debate en el que reina la descalificación y se destierra a la razón: ¿cómo es posible tan absoluto desprecio por los argumentos contrarios para sostener la posición de cada partido? Quizá pueda juzgarse inadmisible la demanda de una mínima preparación intelectual en nuestros parlamentarios, pero, al menos, se les debiera exigir una trayectoria cristalina e impecable, tanto como probidad y pureza de intenciones. Ya se dijo hace siglos: la mujer del César no solo debe ser honrada, sino además parecerlo; pero, con tanto buhonero falaz y tan tímidas reacciones para limpiar la mugre, nada tiene de extraño la gravísima contaminación que estamos padeciendo. La auténtica democracia se basa en la participación activa de la ciudadanía, que no puede limitarse al paso periódico por las urnas y, aún menos, con listas cerradas. Sin embargo, poco puede decidir u opinar quien no dispone de una información completa y veraz, que mal pueden suministrar los medios de comunicación cuando sus fuentes no son fiables. No nos engañemos: si el rumor se alimenta con la desinformación, nunca faltarán falsos profetas y visionarios dictando mensajes radicales plenos de intolerancia y soluciones espurias, que tanto daño pueden hacer. Escritora