Los conservadores españoles (PP, PSOE, Ciudadanos y algunos otros), bien arropados por muchos los medios de comunicación y por los verdaderos círculos del poder (grandes empresarios, jueces y demás) se remiten una y otra vez a la Constitución de 1978 para evitar que en España se produzcan cambios profundos que transformen de una vez este país y lo conviertan en una democracia mucho más participativa y seria.

Alegan para evitarlo que España no necesita modificar la actual Constitución porque «ya la votamos los españoles». Es verdad a medias: la votaron algunos en diciembre de 1978, hace 42 años; lo que significa que solamente lo hicieron los españoles que en 2020 tienen más de 63 años. Como suena. Las leyes no son inmutables ni eternas, cambian según el viento que sopla en la política, las circunstancias históricas, los fenómenos sociales o las tendencias económicas; y siempre ha sido así. Y si no lo hubiera sido, el género humano seguiría regido por el Código de Hammurabi, el primero de la historia, que se promulgó hace 3.770 años en tierras de Mesopotamia, el de la ley del talión («ojo por ojo y diente por diente»).

En estos 42 años de Constitución, los españoles han vivido, pese a los gravísimos latrocinios de la corrupción de algunos de la casta, el alto índice de desempleo, las crisis de 1979, 1995, 2008 y ahora el dichoso virus de 2020, la etapa más floreciente, próspera y pacífica que se recuerda. Pero los tiempos cambian y las sociedades evolucionan. La Constitución del 78 se ha hecho mayor, y si no se reforma en profundidad, o incluso se cambia, acabará siendo un antigualla y una rémora que no servirá para satisfacer las necesidades y demandas de una sociedad en permanente evolución, a la que lastrará como una pesada losa.

Cuestiones fundamentales como la República, la eterna pendiente reforma de la Justicia, la eliminación de los privilegios de la casta política y de otros aforados, la igualdad absoluta ante la ley (en la Constitución sigue rigiendo la prevalencia de los varones sobre las hembras en la sucesión a la Jefatura del Estado a título de rey), la implantación de un verdadero sistema económico justo y con menos desigualdades, el pleno ejercicio democrático del poder, y otros tantos asuntos, siguen ahí, paralizados por esos conservadores de naftalina que se niegan a poner en marcha transformaciones importantes y cruciales, porque no quieren que se acaben las prebendas de las que disfrutan gracias régimen que desde hace 42 años rige en España. Poner fin a tanto vividor no debería ser difícil. Por eso es tan irónico escuchar al presidente del Poder Judicial calificar como de «seria anomalía» (en realidad es un eufemismo para no llamar a las cosas por su nombre: «escándalo mayúsculo») el bloqueo de unos y otros para no renovar el Consejo General de Poder Judicial. Lo tiene fácil el bueno de Carlos Lesmes, presenta su dimisión irrevocable, se va a su casa y a otra cosa. Pero no, ahí siguen todos en sus sillones, tan campantes, oigan. Es el régimen.