Hay un sueño recurrente para casi todos nosotros: el regreso imposible a los lugares donde fuimos felices. Vi por primera vez Mary Poppins en el cine a los 7 u 8 años en compañía de mi hermano, que es un año menor que yo, y de mi abuelo, el encargado de llevarnos a merendar y al cine los miércoles por la tarde, que en los colegios franceses son siempre festivos. Inmediatamente decidí que mi hermano era el niño de la película, Michael Banks, y yo la niña, Jane, en espera a tener la edad suficiente para convertirme en Mary Poppins.

Recuerdo que unos meses después vi Lo que el viento se llevó, no sé cómo logró nuestra niñera colarnos a mi hermano y a mí en el cine, pero recuerdo la cara de sorpresa e incluso de desaprobación de alguna espectadora al ver a dos renacuajos como nosotros en la sala. La película me fascinó, claro, y también aburrió terriblemente a mi pobre hermano. A partir de entonces (y hasta ahora) fui oscilando entre el deseo de ser Mary Poppins y el de convertirme en Escarlata O’Hara. Con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad no son tan distintas, las dos son mujeres furiosamente individualistas, valientes, seductoras, rebeldes y algo arbitrarias. Al final me convertí en escritora.

Me alegré mucho al enterarme de que se iba a filmar la segunda parte de Mary Poppins, con ello se cumplía uno de mis sueños imposibles: regresar a Cherry Tree Lane. Iba a poder ver de nuevo, pero desde otro ángulo, la casa, el parque, el barrio de la familia Banks.

Pero El regreso de Mary Poppins no es una gran película. La casa no se parece en nada a la que yo recordaba, es mucho más fea; las canciones entran por una oreja y salen por la otra; Michael y Jane (mi hermano y yo), aquellos niños tan despiertos, dulces e imaginativos de la primera parte se han convertido en unos adultos bonachones pero aburridos y el parque es un parque cualquiera. No sales del cine con el corazón ligero. Tal vez sea imposible regresar al mundo de Mary Poppins, del mismo modo que no regresaremos nunca a los veranos de nuestra adolescencia o al piso de nuestros abuelos, o solo por un camino angosto, aleatorio y caprichoso, el de la memoria.

Ha habido varios y varias Mary Poppins en mi vida, personas surgidas como por arte de magia para arreglar e iluminar la existencia, para permitirnos cerrar los ojos y dormirnos sin miedo.

Como esta es mi última columna del año, les deseo que en el 2019 recorran caminos amplios, despejados y llenos de sol, y que encuentren a muchos y a muchas Mary Poppins. Y también a alguna Escarlata O’Hara. Feliz año.

*Escritora