Después de la prédica televisiva del presidente de Gobierno el pasado domingo, he leído centenares de comentarios sobre sus hipotéticas intenciones acerca de la aprobación del nuevo estado de alarma durante seis meses. Personalmente, estoy convencido de que el objetivo fundamental es tratar de aminorar el elevado número de contagios y de muertes causadas por el coronavirus. Y digo fundamental porque pienso que en esta ocasión, al igual que hicieron durante el primer estado de alarma, aprovecharán esta peculiar manera de gobernar para clavar algún cuchillo donde más duela a la clase media española.

Ya he dicho varias veces en este diario que no poseo conocimientos suficientes para ponerme a pontificar, tal y como hacen muchos plumíllas, sobre la mayor o menor eficacia de este tipo de medidas excepcionales para lograr que España deje de ser el país europeo con más personas infectadas en relación al número total de habitantes, el que posee mayor número de muertos en relación al de personas contagiadas (sobre todo, en los mayores de 70 años), y también la mayor proporción de sanitarios contagiados y muertos. Sin embargo, hay una cosa que tengo absolutamente clara: que todas las medidas que los gobiernos central y regionales han puesto en marcha han sido un rotundo fracaso. Creo que es bastante evidente que si hubieran sido eficaces, ni ahora estaríamos tan mal como estamos, ni tampoco hubiera sido necesario imponernos un nuevo estado de alarma. Como es bien conocido, esa ineficacia ha sido constatada por varias organizaciones médicas de rango internacional.

Una de las cosas que más me llamó la atención de la última prédica dominical del presidente del Gobierno es que no comenzara su discurso reconociendo una verdad tan evidente como la que acabo de formular. Por el contrario, todo el sustrato ético de este nuevo decretazo se basó en la necesidad de tomar esa excepcional medida para poder neutralizar la irresponsabilidad de la ciudadanía y, sobre todo, de la juventud. Es bastante obvio que hay personas muy irresponsables (yo creo que una exigua minoría) que organizan fiestas familiares, reuniones sociales y botellones sin respetar los más mínimos requisitos preventivos, exactamente igual que ocurre en otros países con una situación extraordinariamente mejor que la española. Es decir, a la vista de los argumentos dados por el presidente del Gobierno para justificar este nuevo estado de alarma, que nos roba a los españoles una parte importante de nuestros derechos fundamentales, parece que el objetivo principal ha sido encontrar un recurso coercitivo para coartar nuestra libertad. En primer lugar, ofreciendo a los gobiernos autonómicos un marco jurídico para confinarnos en casa y para impedir que nos desplacemos libremente de un lugar a otro de la geografía española. Y en segundo lugar, ofreciendo a los gobiernos regionales un marco jurídico que permita castigar de manera ejemplar a las personas que no respeten las restricciones contenidas en el decretazo.

Estos últimos días he consultado todas las opiniones de los expertos que han caído en mis manos y he constatado lo mismo de siempre: unos opinan que este confinamiento nocturno a que nos somete el toque de queda, junto con la imposibilidad de trasladarnos libremente de un lugar a otro, puede ser beneficioso para aminorar los efectos del coronavirus, y otros que opinan todo lo contrario, lo cual demuestra lo poco que se sabe sobre el modo en que se transmite este virus. Incluso, presiento que esa misma duda la tiene también el presidente del Gobierno y por ello pretende enmascarar esos posibles efectos cambiando la denominación de toque de queda por esta otra más posmoderna (restricción de la movilidad nocturna) y más acorde con las ventajas que, como demostró Orwell, tiene el uso de un neolenguaje distractor para acoquinar a la población. Basándome en esas dudas y en las contradicciones de los expertos, estoy convencido de que en la práctica el estado de alarma, sensu estricto, no consiguirá que las personas que hasta ahora no han respetado ninguna medida preventiva, modifiquen su actitud irreverente.

Suponiendo que sea cierto que son los jóvenes el sector de la población que menos respeta esas medidas profilácticas y que, por tanto, son los máximos propagadores del virus, pienso que continuarán practicando sus juergas porque eso es connatural a los hábitos iniciáticos de los miembros de todas las manadas habidas y por haber, y porque la característica más esencial de la juventud es rebelarse contra las normas impuestas por los mayores. Así ocurre en España y en todos los restantes países. Y lo mismo hicimos, cuando éramos jóvenes, los que ahora estamos próximos al final del trayecto vital. Es por eso por lo que creo que si de verdad se pretende evitar esos jolgorios nocturnos de los jóvenes, lo que habría que haber hecho es poner medidas para desintegrar la manada en lugar de creer que modificarán sus hábitos por miedo a las posibles sanciones. No cabe duda de que existen muchos modos de lograr ese objetivo, pero hay uno que podría haber sido muy eficaz: haber puesto al servicio de las universidades, desde el mes de marzo hasta septiembre, todos los recursos necesarios para conseguir una enseñanza universitaria online de calidad durante este año escolar, que es algo mucho más complejo que ofrecer clases por videoconferencia. Por fortuna, en España esta modalidad de enseñanza universitaria se viene realizando desde hace muchos años y, por tanto, lo más efectivo y sencillo habría sido que los rectores hubieran solicitado ayuda y colaboración a la UNED o a la Universidad Abierta de Cataluña. Si estas dos universidades han formado a miles de estudiantes con total éxito académico y profesional durante muchos años, no creo que esta adaptación temporal empeore más de lo que ya lo está la calidad de la enseñanza en nuestras clásicas universidades con enseñanza presencial.