Le confieso a mi psicoanalista que ha vuelto Ricardo, mi amigo invisible de la infancia. Nunca me ha hablado de él -responde-.

--Lo había olvidado, pues lo hice desaparecer cuando tenía doce años.

-- ¿Cómo lo hizo desaparecer?

--Bueno, no lo maté, si es lo que piensa. Dejé de hablarle y creo que se aburrió de mí. Quizá se fue con otro niño. Pero no desapareció del todo.

Me lo he cruzado a lo largo de la vida en varios sitios. En un semáforo, por ejemplo.

A veces, estaba comiendo en el mismo restaurante que yo, en la mesa de al lado.

En muchas ocasiones, lo veía fugazmente entre el público que había asistido a la presentación de una novela mía.

-- ¿Y qué hacían cuando coincidían?

--Nada, nos mirábamos un instante y luego cada uno fingía no haber reparado en la presencia del otro.

--¿Se han ido haciendo mayores, pues, al mismo tiempo?

--Sí, pero él está más envejecido que yo.

--¿Y cómo ha sido el encuentro?

--Estaba en la cama, por la mañana, haciendo pereza antes de levantarme, aunque el despertador había sonado hacía un rato, cuando se plantó ante mí y me dijo que todo estaba olvidado.

--¿Qué está olvidado? -le pregunté yo-.

--El modo en que me trataste -dijo él-. Podemos volver a ser amigos.

--¿Cómo le trató usted? -preguntó la terapeuta-.

--Ya le he dicho que dejé de hablarle, lo ignoraba debido a la presión de mis padres.

Me decían que tener un amigo invisible, a los doce años, no era normal, que parecía un niño loco.

--¿Y le parece normal tenerlo de mayor?

-- ¿Y qué hago? ¿Le doy otra vez con la puerta en las narices?

-- ¿Está aquí ahora?

--Claro -digo-, le he hecho un hueco en el diván.

Mi psicoanalista dice que hemos terminado la sesión y se levanta. Ricardo y yo nos levantamos también. Noto que ella está asustada.

Cuando salimos a la calle, Ricardo me pide por favor que no vuelva a abandonarle.