Seguir los asuntos políticos se está convirtiendo en algo parecido a un paseo por un campo sembrado de minas. No es que, si pisas una, vayas a saltar en pedazos, aunque no lo descarto del todo. Pero cuando uno se aventura en el terreno de los medios de comunicación con la pretensión de informarse antes de emitir una opinión, conviene utilizar los servicios de un sherpa experimentado para no perderse entre laberintos y espejismos, tal es la tupida maraña de falsedades que se dan por hechos ciertos y comprobados. Empezando por eso que he llamado alegremente los «medios de comunicación». Lo que antes eran prensa, radio y televisión, con propietarios e intereses bien conocidos, es ahora una infinitud de publicaciones digitales y redes sociales, muchos de ellos de origen tan fantasmal como los intereses a los que sirven.

Yo creo que todo empezó cuando los políticos, los gobernantes y los que aspiraban a gobernar se dieron cuenta de que sus desvelos no eran recompensados con el agradecimiento incondicional de los votantes. Como pertenecían al pasado analógico, dieron con una tosca explicación para ese fenómeno. No nos hemos explicado bien, decían a coro, aunque la gente pensaba que maldita la falta que hacía que se explicaran mejor, si sus hechos hablaban por ellos. Como dice el sabio refrán, obras son amores y no buenas razones.

Apareció entonces en la política una curiosa especie que, tal vez a falta de predadores naturales, ha proliferado hasta derivar en plaga. Me refiero a lo que se llamaron asesores de imagen y ya empiezan a ser conocidos como gurús. Tipos muy listos, algunos con masters de verdad, que pronto descubrieron la forma de que sus jefes se explicaran mejor. La piedra filosofal fue el hallazgo de lo que definieron como el relato. ¿Qué es el relato? Pues, dicho en cristiano, consiste en envolver mercancía averiada con el mejor celofán como si se tratase de un producto de altísima calidad.

Y los políticos aprendieron rápido. Los recortes salvajes en prestaciones sociales, la drástica rebaja en salarios y derechos laborales y el dineral que se gastó en sanear cajas de ahorros que ellos (o sus colegas) habían saqueado, antes de ponerlas en manos privadas, se vendió como gran hazaña que evitó el rescate de los hombres de negro. Con lo cual sus votantes tenían que agradecer los palos que llevaron en sus costillas porque, como decían nuestras madres cuando se les escapaba la zapatilla, lo hacían por nuestro bien.

Claro, no hace falta ser un lince para comprender que el invento del relato no pasaba de ser una forma sofisticada de engañar los incautos. Y ya se sabe que mentir es como rascar, todo es empezar, así que pronto pasaron del relato a la mentira pura y simple. De las mentiras del brexit a Trump, recordman universal de la trola, pasando por la pasta que se gasta el Kremlin para engañar a todos masivamente, la gama de ejemplos es inagotable. Y, por supuesto, los políticos de por aquí también aprendieron muy deprisa.

Lo más sorprendente es que, por ahora, parece que les va bien. En la era analógica estaba muy feo mentir y los embusteros eran tipos poco apreciados de los que nadie se fiaba un pelo. Ahora no. Ahora el embustero suelta su patraña sin pudor y, al momento, miles de idiotas la repiten en las redes sociales y en los medios tradicionales como si fuera el mismísimo Evangelio.

¿Por qué? ¿Nos hemos vuelto lelos de repente? A mi juicio, aunque vaya usted a saber, existen al menos un par de razones para que ocurra algo tan poco sensato. Una, por supuesto, es la irrupción avasalladora de la tecnología en la comunicación, tan súbita que no ha sido bien asimilada por la mayoría y ha permitido a quienes cuentan con especialistas convertirse en jugadores de ventaja en medio de una sociedad que, según dicen los expertos, ya no es capaz de leer con atención un par de folios como estos.

La otra es que, por eso mismo, los políticos sin escrúpulos buscan las emociones primarias con frases-relámpago dirigidas a los sentimientos, no a la razón. Sin importar si son verdaderas o descaradamente falsas. La consecuencia es una polarización política que divide a la gente entre los que piensan como yo y los otros. Amigos y enemigos. El mejor caldo de cultivo para los salvapatrias y los mentirosos.

Y como a los políticos mentirosos les funciona, los demás se ven obligados a bajar a ese barro. ¿Cómo combatir el embuste por medio de razones si los convencidos no van a atenderlas? Así pues, se combate a las mentiras con simplificaciones que solo convencen a los convencidos de tu bando. La polarización crece. Los míos y los otros.

Cabe así entender que la presidenta de la Comunidad de Madrid hablase de quemas de iglesias en el horizonte más próximo y su vice, de Ciudadanos, garantizase que, con ellos en el gobierno, nadie quemaría iglesias. Coño, y sin ellos en el gobierno, pensé yo.

O que ese energúmeno apellidado Ortega Smith (¡españolazo!) acusara a las Trece Rosas de violadoras, torturadoras y asesinas, crímenes de los que no llegó a acusarlas ni siquiera el tribunal franquista que las condenó a muerte.

En una sociedad sana, los tres deberían estar fuera de la política. Pero tal vez nuestra sociedad no sea tan sana como me gustaría…

*Diputado constituyente del PSOE por Zaragoza