La pandemia nos ha enfrentado a una realidad material que teníamos velada: la salud comunitaria, los cuidados, la protección de la vida de nuestros pueblos. Y digo velada porque, en nuestro imaginario, el neoliberalismo había inoculado falsas verdades: el crecimiento por el crecimiento, la economía entendida como dinero especulativo circulando sin límite y control, el progreso entendido exclusivamente bajo el prisma del estado de las finanzas, de las bolsas o las famosas primas de riesgo.

Y así nos ha ido. Quienes han gobernado la UE nos han impuesto sacrificios económicos y presupuestarios, máxime desde la crisis del 2008, que han dejado a los Estados de la Unión en una situación de máxima fragilidad ante la pandemia. Sus dirigentes deberían responder del flagrante incumplimiento de los artículos 168 y 222 del tratado que regula su funcionamiento, referidos a la la adopción de medidas para luchar contra las pandemias transfronterizas y la actuación conjunta de todos los Estados miembros para paliarlas.

Es hora, por tanto, de afrontar con solidaridad la salida de esta crisis. No olvidemos que antes de la pandemia ya se hablaba del peligro de una recesión; del fracaso palmario de esas políticas de austeridad, del control del déficit o de priorizar el pago de la deuda que nos impusieron desde 2008. Incluso un promotor de esas políticas -no sé si arrepentido o aprovechando para un lavado de imagen- decía el pasado 23 de marzo que «todos nos hagamos cargo de la población más vulnerable»; y apuntaba a una renta mínima durante el coronavirus.

Académicos, profesores y economistas que llevan más de veinte años difundiendo en qué consiste la renta básica nos hacen un llamamiento para implementarla durante la cuarentena. Expertos como Daniel Raventós apuntan a que todos los ciudadanos damnificados cobren mil euros al mes hasta final de año. Este dinero podría obtenerse con el que el pueblo español sufragamos la crisis bancaria, 65.000 millones aún sin recuperar.

La antropóloga Nuria Alabao señalaba en un reciente artículo que, si quedarse en casa es incondicional, la renta básica también tiene que ser no condicionada. Numerosos estudios demuestran la inoperancia de las ayudas condicionadas, las llamadas rentas mínimas de inserción (en Aragón el IAI), ya que no ayudan más que a cronificar la pobreza; al ser paliativas de una situación de desigualdad estructural, propiciada desde el propio sistema. Hoy, el sacrificio lo deben hacer los que viven muy por encima de sus posibilidades y acumulan una riqueza que excede de lo que pueden gastar en lo que les queda de vida.

El 79% de la población en Finlandia está de acuerdo con una renta básica; en Ontario (Canadá) o en Utrecht (Holanda) quieren experimentar con ella; y se ha demostrado exitosa en lugares tan diversos como Alaska, la India o países africanos como Kenia o Namibia. En una encuesta del 2016 en Europa, un 64% se mostró favorable, y tan solo un 3% manifestó que dejaría de trabajar con su percepción, saliendo al paso de una crítica recurrente.

En España, el 28,6% de la población, más de 13 millones de personas, vivían en 2015 en riesgo de pobreza. Y la exclusión se ceba con nuestros niños y niñas (uno de cada tres), ocupando la tercera posición en Europa en el triste ránking de la pobreza infantil. Debemos ser capaces de implementar políticas que den, a futuro, estabilidad y seguridad a la vida y salud de las personas. Disponer de este ingreso supondría vivir de una forma menos angustiosa y estresante las pérdidas de empleo, que seguro se producirán. También una independencia económica de aquellas personas, en su mayoría mujeres, que realizan los trabajos más precarios. La renta básica permitiría elegir el trabajo remunerado o empleo a realizar, en un actual sistema en el que dignidad y autorrealización son valores inexistentes.

Frente al miedo, la insolidaridad, la sociedad militarizada, debemos contraponer la solidaridad, los lazos comunitarios, el trabajo desde los cuidados. La renta básica es posible; redistribuyendo la riqueza y mediante una profunda reforma fiscal progresiva. Solo dos ingredientes nos faltan para alcanzarla: una ciudadanía libre, corresponsable de las decisiones que nos afectan a todos, y voluntad política para llevar a cabo lo que no es más que un planteamiento de justicia social. Si se quiere se puede. Esta crisis nos está demostrando que estamos capacitados para ello.