La actual avalancha de inmigrantes subsaharianos que pretenden desde Marruecos entrar en territorio español cruzando las aguas del Estrechos está alcanzando esta semana registros de récord: 700 personas han sido rescatadas en el mar en poco menos de dos días. Nada igual se había visto desde la llamada crisis de los cayucos en el 2010 cuando tres centenares de inmigrantes llegaron en un fin de semana a las costas del sureste español. Y todo parece indicar que el fenómeno persistirá en los próximos días.

¿Qué explicaciones tiene este espectacular repunte del tráfico de pateras? Obviamente la mayor presión policial en otras puertas de entrada a España como en el puesto fronterizo de Ceuta --debido a la Operación Paso del Estrecho-- y en la valla de Melilla, donde las brutales concertinas y el triple obstáculo con que se encuentran los inmigrantes la hacen menos vulnerable, convierten el mar en la vía más idónea de huida aprovechando además la bonanza de las condiciones meteorológicas estivales.

Tampoco faltan quienes han detectado estos días una relajación por parte de la gendarmería marroquí en el control de la costa, lo que habría corrido como la pólvora entre los miles de inmigrantes que han creído llegado el momento de echarse al agua con poco más que un flotador al cuello.

Pero todo ello no deja de ser argumentos puntuales para explicar episodios concretos como el actual. Por mar, tierra o aire, la presión inmigratoria desde el África subsahariana sobre Europa no cesará, porque tampoco se avanza en las soluciones del verdadero problema que la genera.

Basta recordar que el 40% de los 300 millones de jóvenes africanos de entre 15 y 30 años no están escolarizados ni tienen empleo, y que más de 300 millones de africanos siguen viviendo en la pobreza más absoluta con unos ingresos inferiores a 30 euros al mes.

Son las lacerantes cifras de la desigualdad que explican los masivos flujos inmigratorios africanos hacia las tierras prósperas del norte. Mientras, confundida en sus crisis particulares, Europa responde de forma insolidaria tanto de puertas adentro --considerando el fenómeno asunto de sus socios fronterizos en el Mediterráneo--, como hacia fuera, abandonando a su suerte a los países afligidos por la pobreza. Un ejercicio de cruel miopía política y humana.