Lo que ha pasado en las residencias da mucho para pensar y nos obliga a innovar. Hace unos años se preguntó a los mayores aragoneses si las administraciones tenían que hacer o no residencias. La respuesta era que sí, pero «por si acaso» y «para otros, para los que lo necesiten». Y sin más reflexión muchos ayuntamientos se lanzaron a construir residencias, no iban a ser menos que sus vecinos. Lo de menos era pensar si habría suficiente demanda y sobre todo si no sería más conveniente diseñar otro tipo de soluciones que permitieran a las personas dependientes o discapacitados permanecer en su domicilio el mayor tiempo posible.

Es verdad que poco a poco se habían producido distintos cambios sociales, lentos, pero contundentes: 1.- El proceso de urbanización, abandonando el medio rural para ir a vivir a pisos más bien reducidos, casi insuficientes, para la convivencia de dos generaciones. La tercera, la de los mayores, no cabía. 2.- El envejecimiento progresivo. Éramos una sociedad más rica, con mejor alimentación y mejores sistemas de bienestar, incluida la atención sanitaria. 3.- Las que tradicionalmente cuidaban, las mujeres, consiguieron un avance social más que justificado: se incorporaron con todo derecho al mercado laboral.

La consecuencia de todos estos factores y algún que otro más, fue la proliferación de residencias que había que llenar. Algunas eran macro con cientos de habitaciones compartidas, al estilo hospitalario. Pero la realidad se impuso y ser mayor de 65 años ya no era suficiente, porque la población que necesitaba cuidados más constantes y especializados fue ocupando camas y residencias enteras. Y lógicamente, cambiaron los criterios para acceder a las plazas públicas… Seguiremos, que queda mucho por pensar y por cambiar.

*Profesor de universidad