«Aquí estoy a buen recaudo», eso me dijo cuando hace tres meses le expliqué, no sin esfuerzo, que durante un tiempo no podría ir a verla, que la residencia se cerraba a cal y canto y yo no podría salir de casa. La contundente respuesta de cinco palabras, de una persona que se comunicaba con monosílabos, supuso una inyección de confianza para mí y un desafío para sus cuidadoras. Sabía lo que decía, aún no se había decretado el confinamiento pero ese último encuentro se produjo con extremas medidas de seguridad. Después se sucedieron las videollamadas que, en su caso, requerían ayuda completa, pues el último ictus le había paralizado otras partes de un cuerpo que desde hace tiempo no abandona la silla de ruedas. Se suspendieron los lazos familiares pero se fortalecieron los vínculos con las extraordinarias profesionales que, sin falsos infantilismos, supieron liberar su angustia y, también, el lógico sentimiento de abandono que va generando una herida que puede ser devastadora en una persona dependiente. El reencuentro fue de una alegría desbordante, pese a las medidas de seguridad que se mantienen rigurosas para evitar que el covid entre en la residencia. Dicen los expertos que no se muere de amor, que se muere por falta de amor. Por eso ella ha revivido en este tiempo, porque desde Ana, la directora de Ozanam-Pomaron, hasta Cris, la recepcionista que le ha mantenido el corte de pelo a punzón, como a ella le gusta, la han colmado de atención física y emocional, han calmado sus miedos y los miedos de la familia, por eso no tenemos suficientes palabras de agradecimiento. Comparto el sufrimiento y el duelo de tantas familias que no han tenido la misma suerte, pero me niego a criminalizar a las residencias, que es la terapia que utilizan algunos para librarse de responsabilidades. Que sepan que hay modelos a seguir cuando quieran debatir nuevos modelos.

*Periodista