Leo el periódico y escucho las noticias, no como analista político -que estoy lejos de serlo-, sino como aprendiz de antropólogo. Observo los comportamientos cada vez más curiosos de quienes se dedican profesionalmente a la cosa pública y confieso que ponen a prueba mi capacidad de sorpresa.

Tanto que venimos clamando a la responsabilidad, individual y colectiva, durante el último año, y ahora tengo mis dudas sobre si nuestra clase política sabrá qué significa exactamente, o si, a puro de repetirlo, el concepto ha quedado vacío como tantos otros. Entiendo por responsabilidad, la capacidad de responder por nuestros actos y, me atrevería a decir, también por lo que hicieron quienes nos precedieron, o por lo que puedan hacer nuestros hijos. Porque si no soy culpable de los crímenes del nazismo, como europeo me siento responsable de que no se olviden y de que no lleguen a repetirse.

Nuestros parlamentos se han ido asemejando cada vez más a un patio de recreo y las actitudes de sus representantes rayan en lo infantil. Basta con que se sugiera un posible caso de corrupción, para que el aludido salte mecánicamente con un «y tú más». Faltos de argumentos, no dudan en calificar de terroristas a los miembros de una coalición varias veces refundada, mientras aceptan como compañeros a conversos que nunca creyeron en la democracia.

Fue comenzar las comparecencias por unos llamados «papeles» y apresurarse algunos a declarar que su partido no era el mismo que el de hace una década. Hombre, no. Es como si el Vaticano afirmara que la Iglesia en la que se cometieron abusos contra menores fuera ahora otra Iglesia. Con timidez, la curia asume crímenes porque es la única forma de aclarar que fueron perpetrados por una minoría y que sus fines son otros.

Como la táctica de rechazar la herencia no da resultado, se decide cambiar de sede. La solución sería plausible si fuera, como ya hizo un sindicato, para hipotecarse y saldar las posibles deudas con Hacienda o con la Justicia. Pero no aclaran qué harán con los beneficios de la venta o del alquiler.

Pertenecer a un lugar, a un colectivo, o a un clan, significa asumir como legado sus aciertos y sus errores, responder con lo que se tenga para restaurar la credibilidad. La corrupción se ha extendido demasiado en este país y, solo aceptando que en todo colectivo puede haber manzanas podridas y que es necesario señalarlas y apartarlas, podremos confiar en las organizaciones.