El primer ministro israelí, Ariel Sharon, logró ayer que la Knesset aprobase su plan de retirada de la Franja de Gaza. Le apoyaron los laboristas y se opuso la derecha religiosa. De este modo, Sharon ha superado el debate parlamentario, pero ha perdido el apoyo de parte de sus socios y se enfrenta a ambiciosos barones de su partido como Netanyahu, que amenaza con el fantasma de una "guerra fratricida" en el país.

Ni la noticia de que llegan a su fin 37 años de ocupación de la franja, ni los cambios de alianzas para mantener una precaria mayoría gubernamental ocultan el fondo de la cuestión. A cambio de desmantelar los asentamientos de Gaza y otros cuatro muy marginales en el norte de Cisjordania, Sharon se cree con derecho a eternizar su control sobre las fronteras de todos los territorios palestinos, enterrar la Hoja de ruta para la pacificación, aparcar indefinidamente la instauración de un Estado palestino y seguir con la expansión rampante, que él califica de "natural", de los asentamientos de Cisjordania y sus más de 200.000 colonos. Con todo eso, la posibilidad de que este proyecto político, impuesto con ofensivas militares como la de los últimos días, traiga la paz a la región, es nula.