La política española es un inmenso frontón de piedra que devuelve todas las pelotas. No hay diálogo ni entendimiento posible. Los golpes se suceden sin posibilidad de sutilezas. El ejemplo más claro es lo que ocurre en la comisión de investigación del 11-M. Todo lo que digan los testigos será refutado por el partido al que le perjudica y lo que favorezca a cada uno será exaltado hasta el paroxismo. Negar la dialéctica política y la posibilidad de extraer conclusiones del resultado de un envite político de este calado es, en el fondo, un desprecio de la opinión pública o un exceso de confianza en los medios de comunicación que se controlan. Ocurrió en el pasado, cuando la corrupción y el GAL fueron el ariete con que algunos jueces y periodistas embistieron la legalidad constitucional. Ahora, por mucho que se empeñen quienes acusan la mano del felipismo en este atentado brutal, la historia es tan fantástica que no tiene posibilidades de una representación creíble. La metodología a emplear está siendo, sin duda, el desprestigio de la comisión. El consejo más razonable es no desesperar y atender al desarrollo diario de la comisión en la que el retrato robot de lo sucedido empieza a dibujar unos trazos muy sombríos.