En mi casa siempre vi libros. Pocos, pero los había. La modesta economía de un guardia civil (un número, por utilizar la terminología de aquellos años) no permitía alegría en los gastos pero a mi padre le gustaban los de historia de España, los Reyes Católicos, Cuba y Filipinas, y otros de ese estilo. También de los grandes clásicos, Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca. Años después, cuando mis hermanos, bastante mayores respecto del benjamín, que sigo siendo yo, fueron a la universidad, trajeron otros, como un buen número de livres de poche en francés desde Burdeos, donde finalizó sus estudios el mayor. Quiero decir con esto que los libros forman parte de mi vida desde la infancia.

Lo que nunca vi fueron revistas del corazón. Sí pude ojearlas en casas de algunos vecinos, a las que iba a ver la tele que nosotros no teníamos. Años después he podido verlas en otras casas, ya de amigos de mi edad, y en peluquerías. Nunca entendí las razones por las que existían esas revistas que, por supuesto, nunca han entrado en mi domicilio. No puedo comprender qué lleva a muchas personas a pretender conocer los detalles de la vida de los famosos (¿famosos?).

En mis años de infancia y juventud, en España solo había una cadena de televisión, la pública estatal, TVE, con sus dos canales. No puedo recordar si se emitían programas similares en contenido a los de las revistas del corazón. Con la llegada de las televisiones privadas sí han proliferado este tipo de programas y no solo eso, han crecido como las setas los espacios en los que los tradicionales famosos han sido sustituidos por otros ciudadanos, antes anónimos y ahora, tras su paso por alguno de esos programas, muy famosos. Al parecer la fama se gana por salir en ciertos programas en la tele.

¿Qué tienen en común las revistas del corazón y los programas de famoseo de las teles? A mi modo de ver solo una cosa: la banalidad. Hay ciudadanos que quieren rellenar parte de su tiempo de ocio ojeando o viendo lo que hacen otros, perdiendo el tiempo, que se decía antes.

Ahora los móviles han entrado en nuestras vidas y lo han hecho para quedarse. El número de horas que pasamos mirando las pantallas es mucho, hasta cuatro o cinco, nos dicen, que los adolescentes, la mayoría, están a diario en esa tarea. Podríamos pensar, siendo benevolentes, que una parte de ese tiempo lo dedican a aspectos productivos, de estudio o de trabajo, pero sabemos que no es así. Pasan ese tiempo entretenidos con amigos o viendo canales de eso que llaman influencers. Cuatro o más horas al día con la banalidad.

Si vemos la progresión, revistas del corazón, programas basura de ciertas teles, y el uso indiscriminado de los móviles, la conclusión no puede ser más desoladora: la banalidad nos invade por todos los lados.

Ya sé que esta afirmación es muy generalizadora y posiblemente poco científica pero para lo que pretendo es un buen punto de partida. El mundo está avanzando a una velocidad de vértigo y los progresos tecnológicos son imparables. Artefactos que ahora nos parecen de ciencia ficción serán realidad en pocos años. Se curarán enfermedades hasta hace poco mortales. Bien, muy bien, pero: ¿todo avance tecnológico es bueno?

Los padres, los educadores y, por supuesto, los responsables políticos, tienen, tenemos, que ser valientes y tomar decisiones no siempre bien entendidas.

Hace unos días oí un programa de radio en el que se planteó como tema de debate la edad a la que los niños debían tener su primer móvil. Entre los expertos parecía haber una cierta unanimidad: antes de los doce años no era recomendable. Se dio acceso a algunos oyentes y varios coincidieron con la opinión expresada pero hubo uno que no, y utilizó el siguiente argumento. Mi hijo es muy maduro para su edad y su madre y yo creemos que es bueno para su educación que tenga móvil, así que a los nueve años le hemos comprado uno. Este padre guay no es consciente de que está creando un problema a los demás del aula de su hijo. Tampoco lo es de que los alumnos matones de la clase le van a quitar el móvil a su hijo, o él mismo se lo va a dejar en los recreos, y van a utilizarlo para jugar o ver contenidos que no deberían conocer. Y ahí es donde el centro escolar y las autoridades educativas deben entrar en acción. Hay que educar a los niños en el buen uso del móvil, diferenciando las posibilidades formativas de las recreativas, así como en los problemas de las adicciones a las nuevas tecnologías. Y prohibir llevar el móvil al aula a ciertas edades y limitar su uso en otras.

Cuando sean mayores de edad podrán acceder a la banalidad con total libertad pero en sus años de formación deberíamos intentar que el móvil fuese algo más que un artefacto para perder el tiempo.

*Militar. Profesor universitario. Escritor