Hace unos meses, el aragonés Julián Casanova publicó un magnífico ensayo que explica, de forma clara y amena, qué fue exactamente eso de la revolución rusa. La venganza de los siervos, se titula, y se lo recomiendo vivamente. Estamos viviendo una época de oro en el ensayo para consumo del gran público, dicho con toda la admiración hacia un género que parecía destinado a las minorías más cultas. Véase el caso de otro paisano y gran periodista, Sergio del Molino, y de su España vacía. Pero yo quería hablarles de la revolución rusa, de la que estos días se cumplen cien años. Cuenta Casanova que en quince días habían desaparecido las huellas de varios siglos de imperio zarista. Los aristócratas pasaron de ser ricos como Cresos y poderosos como dioses a tener que esconderse por las calles para no ser apaleados por los obreros. El Estado como tal se desmoronó en un tiempo récord. Vista desde la distancia, aquella fue una revolución épica. Y entonces vuelvo mi vista a Cataluña, hacia ese pueblo oprimido por el poderoso Estado fascista español. Veo que después de la proclamación de la independencia, el lunes todo siguió igual. Los funcionarios acudieron a sus trabajos. La última huelga general pasó sin consecuencias relevantes. Los mossos siguieron ocupándose de mantener el orden. Las escuelas abrieron con normalidad y TV3 siguió emitiendo a su bola. Y una se pregunta: ¿Dónde está la épica de un mundo oprimido que lucha por romper sus cadenas? También me pregunto de qué cadenas hablan, claro, pero esa es otra historia.

*Periodista