La designación de ciudad Expo desató en Zaragoza y en todo Aragón un río de euforia.

Un sentimiento colectivo de alegría ha desbordado las calles y el ser de los zaragozanos, elevados, como por arte de magia, al primer plano de la actualidad internacional. La prensa española, europea, americana, colapsó durante todo el día de ayer las centralitas municipales. Desde el New York Times a La Voz de Galicia , los medios se volcaron para cubrir una noticia de alcance universal. María Teresa Fernández de la Vega, Marcelino Iglesias y Juan Alberto Belloch, en su foto de familia, dieron la vuelta al mundo arropados por imágenes de un pueblo enardecido, que brindaba al futuro con la mejor de sus sonrisas.

Este impresionante baño de publicidad nos ha situado de golpe en la selecta liga de las ciudades elegidas. Aquéllas capaces de albergar acontecimientos o eventos de interés general. Capaces de dinamizar, alrededor de una idea, de un proyecto, todo un conjunto de propuestas relativas al conocimiento, la calidad de vida, nuestra relación con el medio natural, el uso de la tecnología, los avances de la investigación, los desafíos de la informática, la ética, la legislación, la demografía, la creatividad... Capaces de aglutinar en un gigantesco escaparate un reflejo del camino por donde discurre la humanidad.

Ciudades luz, ciudades de referencia como Brasilia, Frankfurt, París, Lisboa, Barcelona, Sevilla, Kuala Lumpur, Singapur y, ahora, también esta Zaragoza recién incorporada al levitante sueño del progreso, y quién sabe si del liderazgo y la fertilidad económica y cultural.

Al calor de la Expo 2008, de sus edificios e inversiones, de sus puentes y estructuras, la ciudad debe cambiar de faz urbanística, pero también de mentalidad. Zaragoza debe abandonar ese antiguo quejido suyo, victimario y tercermundista, que tal vez sirvió en el pasado para originar una cierta conciencia social y política, pero que ahora, en el mundo tecnológico, en el universo de la calidad, sólo serviría como motivo de desconcierto, incluso de burla. Esa triste canción que nos definía como un pueblo preterido, injustamente tratado por la historia contemporánea, como un pueblo sin ministros, sin líderes, sin artistas, sin brillo, condenado a la endogamia o al fracaso, no pudo ya escribir siquiera unas últimas líneas en el libro de oro de París. Tras una larga agonía, esa Zaragoza cateta, rústica, desconfiada, ignorante, perdedora, expiró ayer, sin pena ni gloria. Tan sólo unos pocos nostálgicos del garbanceo social, del manteo y casinillo, confían en su resurrección.

Esa Zaragoza de la Expo, del Bicentenario, esa Zaragoza de Los Sitios y la Zaragoza universal que estrena presupuestos millonarios debe aprovechar la ocasión para mudar de piel y, apoyándose sobre los pilares de su sugerente historia, proyectar hacia el futuro un modelo de ciudad sostenible, moderna, audaz, rica en ideas y proyectos, activa, intercomunicada, informada. Es vital que ese nuevo ciudadano conozca sus raíces y cultive su educación. ¿Otro sueño? Tal vez, pero más cercano...

*Escritor y periodista