Doce de febrero y Zaragoza amanece en grises de manera melancólica, casi londinense, como queriendo huir del invierno y encerrarse así en una especie de espiral de buenas noticias, que son tan necesarias. Escribo mientras la lluvia se desahoga por las calles y encima de los tejados y por debajo del cielo de esta hermosa ciudad y no sé por qué, pero algo me invita a sentirme como Pereira en su amada Lisboa, buscando ese modo de combatir y desafiar a la historia, para hacer del presente un lugar para nuestra salvación, ante todos los desafíos que están por llegar y seguramente llegarán.

Llueve y Zaragoza es, desde esta ventana, el lugar y la ciudad en la que me siento a salvo y atrapada; la ciudad a la que reto y me reta; la ciudad que es soplo y café de orquídeas; la ciudad de la niebla que nos tapa cuando llegan los malos recuerdos. Alguien llama a la puerta y es tranquilizador escuchar un sonido más allá de mis pensamientos, que se hallan en calma sosegada a través de miradas oblicuas y en ocasiones necias.

Dudo si abrir; realmente no espero a nadie. No abro, porque la ciudad, a la que amo, también me ha enseñado a tener miedo y a desconfiar, hasta que un breve susurro desde el otro lado de la puerta me llega languideciendo: "¿Ángela, estás en casa?". Podría engañarle, engañarme, pero mi madre es la verdad de todas las cosas, porque las ha vivido, las ha sentido y finalmente las ha perdonado e incluso olvidado. Abro la puerta y sin entrar en casa me dice: "El Presidente está ingresado". "Lo sé", digo. "Me dicen que está en el Servet", añade. "Eso parece".

Mi madre a veces es muda como la ciudad y sabia como sus calles y aunque ella no me diga nada, sé que está pensando en su marido cuando, ya enfermo, los amigos le decían que buscara un centro de referencia fuera de Aragón para ser tratado. Se lo contó a su médica y añadió: "No entienden nada. Este es mi país, Aragón; esta es mi ciudad, Zaragoza; este mi hospital, el Servet, y tú mi médica, Verónica". Esas palabras, creo, son una clara declaración de amor y un intenso alegato político, porque a veces el mejor alegato político y de amor se hace a través de las pequeñas cosas y de las decisiones aparentemente invisibles que no hace falta hacerlas públicas, porque son y forman parte de nuestra esencia y de nuestra identidad como personas. También como pueblo.

Roja. Amarilla. Roja. Amarilla… Siempre nuestra cuatribarrada.

Le deseo pronta recuperación, Presidente.