Los medios, sobre todo los audiovisuales, crean ilusión de eternidad. La realidad que reproducen se refleja en sí misma hasta el infinito y por eso da la falsa sensación de que no morirá nunca. Pero lo que capta, lo que reproduce, lo que edita y emite, lo que repite hasta la saciedad, tiene muy a menudo un trasfondo muy real a menos que se diga específicamente que se trata de un producto de ficción. En los informativos esta multiplicación es tan cotidiana que ni nos damos cuenta. Hasta que alguien muere y la conmoción colectiva se convierte en hiperbólica.

En casos como Paco de Lucía o Gabriel García Márquez, conocidos, famosos y tratados por los medios pero con las cámaras todavía aferradas a su verdad, aun con el reflejo sin repetirse en el día a día y últimamente un poco olvidados precisamente por ser personajes de carne y hueso, su muerte ha sido impactante, pero no tanto como la de Tito Vilanova, que hasta hace dos días todavía llenaba nuestras pantallas. Alguien real, querido, admirado y presente cada día pero también reflejado hasta el infinito, hasta el punto de parecernos eterno, como lo son los jugadores a los que entrenaba o cualquiera que forme parte de la escena pública.

Es una manera brutal y violenta de recordarnos la muerte: alguien joven, que ha triunfado en su ámbito, con todos los medios posibles al alcance, con todo el saber de la humanidad a su disposición, no sobrevive. Y traguémonos todos que esto es así y punto, que la vida se acaba cuando lo decide y punto, sin discusiones. Tito estaba y ahora no está. Cosa extraña de entender cuando seguimos con el reflejo de su imagen reproduciéndose sin cesar, tan vivo hace nada. Algo tendremos que hacer todos en esta era para entender de nuevo la muerte. Pensábamos que la habíamos vencido almacenándonos las vidas, pero no, ni mucho menos.

Escritora