Con total desfachatez dice ser el político más perseguido de la historia. Habrá leído poca historia el presidente Trump, pero lo cierto es que la está haciendo y le quedan todavía capítulos por escribir hasta llegar al final. Mientras en Washington arrecia el ya llamado Rusiagate, el mandatario emprendió su primera visita oficial fuera del país, desmarcándose de lo que indica la diplomacia y la política de buena vecindad. Todos sus antecesores en la Casa Blanca habían dirigido sus primeros pasos internacionales hacia Canadá o hacia México, los vecinos de EEUU. Trump ha decidido poner un océano y un continente de por medio yendo en primer lugar a Arabia Saudí para firmar contratos multimillonarios con el reino de la casa de Saud. Sin embargo, la maquinaria de la administración en Washington no se detiene como tampoco lo hace la prensa independiente que día a día va aportando nuevos datos sobre las vinculaciones rusas del entorno presidencial.

El nombramiento de un fiscal especial en la persona de Robert Mueller, un exdirector del FBI al que se le reconoce honestidad y buen criterio, para aclarar la supuesta trama moscovita que rodea a la Casa Blanca es un golpe a la actuación del presidente. Destituyendo fulminantemente a James Comey como director de la oficina de investigación federal, pensaba frenar las pesquisas que se acercaban peligrosamente a la mansión oficial de la avenida de Pensilvania. Ahora no solo no se ha cerrado nada. El entorno de Trump será sometido a un escrutinio mayor y el propio Comey declarará ante el Comité de Inteligencia del Senado.

Trump ha ignorado de forma manifiesta las instituciones del Estado creyendo que ser el presidente de EEUU es como serlo de su entramado de empresas, sin necesidad de controles. Sin embargo, aun contando las dos cámaras del Congreso con mayoría republicana, las comisiones parlamentarias no han declinado su responsabilidad de investigar en esta cuestión, y el vicefiscal general Rod Rosenstein ha nombrado a Mueller como fiscal especial para el caso.

Las instituciones del Estado, pese a estar muy erosionadas, funcionan. Y esta articulación por encima de los partidos y de la Casa Blanca es la que hizo posible la dimisión de Nixon por el caso Watergate. Ahora el Rusiagate puede haber emprendido el mismo camino.