Regreso a Calatayud, a su ejemplar Biblioteca Municipal, con Alfonso Mateo--Sagasta, para presentar El reino de los hombres sin amor. Última entrega, por ahora, de la saga de Isidoro Montemayor, un fresco de aventuras ambientado en el Siglo de Oro español.

La novela, muy española, bien documentada y escrita, ficciona sobre distintas peripecias y episodios, intrigas y corruptelas que perfectamente pudieron haber ocurrido en tiempos de la corte de Felipe III, quien, a pesar de ciertos síntomas de decaimiento, todavía seguía siendo el primer monarca, el emperador del mundo. Para perpetuar su estirpe, decidió casar a su hija Ana de Habsburgo con Luis XIII, a la sazón ya rey de Francia; a su vez, Isabel de Borbón contraería nupcias con el príncipe de Asturias, sacramentando así la alianza entre las casas de Borbón y de Habsburgo, sobre las que pivotaba la política europea. A fin de revestir de neutralidad dicho pacto, se ingenió un protocolo que pasaría a la historia como el intercambio de las princesas, y que tuvo lugar en 1615 en la Isla de los Faisanes, en el Bidasoa, justo entre la frontera entre España y Francia.

Fecha en la que en nuestro país ya había hecho más que fortuna (en todos los sentidos) la institución del valido. Felipe III había declinado el ejercicio de su autoridad en el duque de Lerma, cuyo poder fue en aumento a medida que el rey prefería delegar las engorrosas gestiones del ejército y de la administración. Gracias a esa confianza, y a su corrupto natural, Lerma atesoró enormes riquezas. Fue uno de los primeros especuladores inmobiliarios de Madrid, adquiriendo y revendiendo o alquilando numerosas fincas e inmuebles. Su nombre estuvo vinculado a toda clase de concesiones, sin olvidar el fraude de la proporción de plata en las monedas de vellón.

Una España que, curiosamente, guarda más de una similitud con la actual, asimismo plagada de validos, jefes de gabinete, secretarios, logreros, metesacas, correveidiles, gatazos, mandarines, taifas, presidentes de Cajas de Ahorro y de empresas públicas que hacen su agosto privado al calor del poder.

Una España, la nuestra, que se reconoce con horror en aquellas décadas de gloria, cuando ni la justicia ni la ley de los Austrias acertaron a encauzar la moral. Desde entonces, el mal endémico no ha hecho sino manifestarse.