En teoría soy lo que se llama una persona refinada. Crecí en un ambiente burgués rodeada de libros y de cuidados, empecé a viajar de muy pequeña, me presentaron en una bandeja de plata todo lo que el mundo puede ofrecer de bello y de armonioso. Amábamos a los animales. Teníamos una barquita de madera con la que salíamos a navegar. La ostentación se consideraba de mal gusto. Hablábamos tres o cuatro idiomas. En casa de mis abuelos no se decían palabrotas, no se podía beber CocaCola y todavía menos mascar chicle. Nunca se despedía a ningún empleado, ni en casa ni en la editorial. Había un respeto absoluto por la intimidad de los demás miembros de la familia. Hablábamos de cine, de libros y de nuestros amigos, apasionadamente. No se hablaba de dinero. Se trabajaba con absoluta dedicación y entrega. A los niños nos daban una paupérrima semanada. No tratábamos a pijos sino a intelectuales o a pijos intelectuales. No se compraba por comprar, la ropa se llevaba hasta que envejecía y era de buena calidad. Preferíamos el mar a la piscina. No creíamos en Dios. Votaban a partidos de izquierda, excepto tal vez mi abuela. Cultivaba hortensias. Teníamos perros salchicha, pastores del Pirineo y labradores. Conducían coches utilitarios, nunca de lujo. Y había libros por todas partes. Y aquí estoy yo, cuarenta años más tarde, no bebo, no me drogo, no fumo, no voy al casino a jugar a la ruleta. Hago algo peor. Lo hago absolutamente en secreto y después paso horas dándole vueltas a la cabeza intentando entender por qué me gusta ver a esas mujeres operadas, mal habladas y que ponen los zapatos encima del sofá. No lo sé, no tengo respuesta. Sé que no soy la única. Así que he decidido salir del armario: veo a las Kardashian por la tele. Y me encantan. Soy lo peor. H *Escritora