Hace ahora casi medio siglo que un tal Kenneth Arrow dejó sentadas unas cuantas cosas sobre la economía y la salud. Hasta la fecha, nadie ha refutado su idea central: la salud y el mercado son dos asuntos que no se llevan muy bien. Las razones son de sobra conocidas y se pueden resumir en dos expresiones algo técnicas: externalidades e información asimétrica. Dicho en pocas palabras no tan técnicas, el problema radica en que la salud de uno no le afecta solo a sí mismo y que las cosas que el ciudadano medio sabe sobre salud son muy inferiores a las que saben los que han de proveerle de esos servicios. Ambos problemas son tan claros y están tan presentes en el caso que nos ocupa, que ningún teórico económico se ha atrevido desde entonces a ponerlos en duda. Pero también es sabido qué nos trajeron los años 80 del siglo pasado.

Por esas fechas, además de las hombreras, los pelos cardados y esa cosa sonora llamada tecno, triunfó la idea de que los mercados eran capaces de solucionar todos los problemas y que el sector público era siempre y en todo lugar una fuente de… problemas. Sin entrar en distinciones, la privatización de todo lo privatizable fue ganando momentum, urbi et orbe. Da igual el nombre que le demos a eso, de forma directa con gobiernos conservadores o por terceras vías socialdemócratas, esa idea pasó a ser el pan de cada día en términos de políticas públicas.

El hecho de que uno de los padres de la teoría de los mercados eficientes, que no otra cosa es lo que fue Kenneth Arrow, hubiese dicho aquello en los años 70, pasó desapercibido para aquellos que pretendían privatizar hasta los himnos nacionales. Simplemente se olvidó, como si fuese una idea vintage.

Es cierto que las privatizaciones tuvieron una gran venta en el mercado de ideas para luchar contra el nuevo demonio: el déficit público. Y no es menos cierto que los arrebatos presupuestarios llegaron a nuestro país (con el retraso correspondiente a nuestro deambular histórico) con aquella frase de infausto recuerdo: «bajar impuestos (también) es de izquierdas». Ciertamente, cuando uno mira los presupuestos públicos de cualquier economía avanzada, observa que no menos de uno de cada tres euros se va en proporcionarle salud a la gente. Así que si alguien quiere hacer algo significativo con el déficit y no quiere subir impuestos, los cantos de sirena de las empresas sanitarias privadas suenan bastante fuerte. Nada nuevo bajo el sol. Llegado el momento, privatizaríamos hasta el aire que respiramos, si no lo hemos hecho ya.

Y llegamos al aquí y al ahora. Huelga decir qué destino han tenido las hombreras, los cardados y aquella horrible música (sí, ya sé que habrá gente ofendida, pero llamar música a buena parte de aquello es estirar mucho el concepto). La crisis sanitaria en la que estamos inmersos creo que va a llevar aquellas ideas a un lugar similar. Sin embargo, las ideas irrefutadas de Kenneth Arrow siguen ahí, con la misma vigencia, cincuenta años después. Y esto es así porque hay una diferencia entre aquello que se establece por los avances del conocimiento y aquello que simplemente es traducir los intereses particulares en norma. Lo primero solo desaparece cuando se aportan teorías mejores. Lo segundo solo se mantiene mientras no sea muy descarada la diferencia entre lo que dice y los hechos.

Y esos hechos son incontrovertibles a fecha de hoy. El que esté interesado en ellos no tiene más que leer la abundante literatura existente sobre eficiencia y equidad de los diferentes sistemas de salud de los países. Si acaso se ha añadido un nuevo tema: ¿hasta qué punto la sanidad no es una de las cuestiones que más marcan los aumentos de la desigualdad real desde, ejem…, esos años 80 del siglo XX?

Caso cerrado. ¿Seguro? No, no es caso cerrado por dos razones: la inercia y la oportunidad. La inercia es una fuerza enorme en el mundo de las ideas, especialmente en sistemas institucionales que no se «airean» con frecuencia como temo que es el nuestro. A nadie se le ocurre ya salir con hombreras y el pelo cardado (salvo en Carnaval). Sin embargo, hay cargos técnicos dispuestos a dar conferencias sobre las maravillas presupuestarias y las mejoras de salud que nos traen las privatizaciones, cual recién llegados en una máquina del tiempo, como la de la serie Dark, desde los mismísimos años 80 del siglo pasado. La oportunidad es otro factor importante. Al igual que el desdichado capitán de Aterriza como puedas había elegido mal día para dejar de fumar, los gobiernos (de todos los niveles) no encuentran el momento oportuno para decirle a la gente una verdad incómoda: la salud de calidad cuesta (cada vez más) dinero, y eso implica que los impuestos deben subir.

Es mucho más fácil seguir fumando, es decir, barrer bajo la alfombra y derivar hacia la sanidad privada aspectos que haría mejor, más barato y, sobre todo, más justo, la sanidad pública. Si además tenemos confluencia de intereses e interesados entre los que regulan y los regulados, el resultado está servido. Esta es otra de las regularidades por las que no pasan los años. Porque nadie pretende, ni en la teoría ni en la práctica, decir que no debe existir la sanidad privada. Por supuesto que hay nichos de mercado, como les gusta decir, en los que ni las externalidades ni la información asimétrica provocan daños irreparables. Pero cuando llegamos a los servicios sanitarios esenciales, comprometer recursos públicos en actividades sanitarias privadas es, en el mejor de los casos, una dejación de funciones.

*Economista