Prácticamente no hay pueblo ni ciudad de España que no honre con fiesta solemne, o con una iglesia, una ermita, o un peirón, al venerable San Roque (1295-1327). Y todo porque en 1414, cuando en la ciudad alemana de Constanza se estaba celebrando un concilio ecuménico, se desató allí una gran epidemia de peste. Los obispos decidieron entonces sacar en procesión una imagen del santo aragonés (lo fue si tenemos en cuenta que Montpellier, la ciudad en donde nació, pertenecía entonces a la Corona de Aragón) tras la cual empezaron a cesar los contagios y quedó erradicada allí la enfermedad. Y a partir de aquella milagrosa intercesión ante Dios, San Roque quedó para los fieles como el abogado universal contra la peste y demás pandemias.

Y es que, a diferencia de las enfermedades comunes, las pandemias que a lo largo de toda su historia ha sufrido la Humanidad, se han caracterizado por el efecto devastador que han ocasionado al mismo tiempo en el conjunto de la población mundial. Así ocurrió con las terribles epidemias de peste que asolaron medio mundo a lo largo de toda la Edad Media y aún hasta comienzos del XIX, siglo en el que se desataron también terribles epidemias de tuberculosis y cólera que afectaron a los cinco continentes. Y ya en el siglo XX, primeramente Europa y poco después el resto de las naciones, vieron cómo a los horrores de la primera guerra mundial, se unía -en 1917- una pandemia de gripe que provocó millones de víctimas en el mundo.

Por otro lado, cabe recordar que no fue hasta 1980 cuando se declaró oficialmente erradicada la enfermedad de la viruela en el planeta; y aún en pleno siglo XXI hemos asistido a las alertas que la OMS ha ido dando acerca de los peligros de la gripe aviar, el ébola y, ahora, el covid 19; coronavirus causante del síndrome agudo respiratorio severo, del que ya se habían registrado precedentes enel 2003, con especial incidencia en Hong Kong y en el sur de China.

Y en todas estas ocasiones, el papel de médicos y resto del personal sanitario ha sido determinante. Fue el caso de la primera misión sanitaria internacional de lucha contra una enfermedad que en 1803 llevó a cabo en América el médico militar español Francisco Javier Balmis (acompañado de 22 niños portadores de la vacuna en sus brazos, y de los enfermeros Salvany y Teresa Zendal) con el objetivo de difundir la vacuna contra la viruela, cuya virulencia (de ahí el origen de la palabra) estaba diezmando a la población hispanoamericana.

Pocos años después (en 1820) destacaría la labor desarrollada en las Islas -entonces españolas- Filipinas, por el médico francés Louis Benoît, durante la epidemia de cólera morbo que afectó en aquel año al archipiélago asiático. Una actuación, por cierto, que mereció la primera condecoración que se concedió en España (fue en 1827, y de manos del rey Fernando VII) a una misión médica. Se trataba de una cruz al mérito sanitario que acabó por convertirse en una distinción genérica para cuantas personas se distinguieron en el socorro a las víctimas en las numerosas epidemias que se sucedieron en España a lo largo de todo el siglo XIX.

La certeza de que las enfermedades se propagaban por contagio directo llevó a la república de Venecia a crear, en el año 1405, el primer lazareto (lugar en el que debían pasar obligada cuarentena los viajeros que llegaban enfermos de los barcos) de Europa, ubicado en la isla de Santa María de Nazaret, frente a la célebre ciudad de los canales.

En España, sin embargo, no se generalizaron hasta comienzos del siglo XIX, siendo los primeros, por este orden, los de Mahón y Vigo. Y en cuanto al origen de su denominación: lazaretos, su nombre podría haber derivado del primero que se construyó (el anteriormente citado de Nazaret, y que por corrupción de la palabra habría pasado de denominarse Nazareto a Lazareto). Pero también, tal vez, pudo estar inspirado el nombre de lazareto en la parábola de Jesús respecto del pobre Lázaro, al que los perros lamían sus llagas. De ahí que en el pasado, el término lazarino refiriera a la persona enferma, pobre y andrajosa. Y así, el anónimo autor de El Lazarillo de Tormes acertó plenamente al elegir el título de su novela, trenzando un inteligente y equívoco juego de palabras entre el espabilado lazarillo (el que acompaña a un ciego) y al mismo tiempo escarnecido lazarino (lacerado, herido, doliente).

Sea como fuere, parece clara la relación entre el pobre Lázaro de la parábola y el pobre San Roque, manifestada en el común nexo del perro que lamía sus enfermas heridas, como símbolo de evocación a la compasión y a la caridad, en contraposición al egoísmo primigenio de -respectivamente- los ricos Epulón y Gotardo.

Y valga añadir, como curiosidad histórica, que en noviembre de 1720, el rey de España Felipe V ordenó imprimir en todo el reino una Novena al glorioso San Roque. La razón: en Marsella se había desatado en aquel año una terrible epidemia de peste, por lo que algunos países limítrofes (incluido España) decretaron la cuarentena. E igualmente sensibilizado, el papa Clemente XI emitió una pastoral recomendando “se perfumasen las cartas de los correos con exacta diligencia para que no se comunique por ellas el contagio”. ¡Y nosotros que pensábamos en el hidrogel como una novedad!