Llevado en volandas por su militancia, el PSOE ha hecho lo único que podía hacer. En realidad, el partido que durante más tiempo ha gobernado España en esta última etapa democrática feneció cuando infartó el gobierno Zapatero y la llamada crisis puso en jaque mate al frágil Estado del Bienestar hispánico. Momia embalsamada, zombi, reliquia venerada, el socialismo oficial ha ido mutando a lo largo de los últimos siete años encadenando resultados electorales cada vez más desastrosos y viendo cómo una nueva formación, Podemos, repleta de novatos, izquierdistas despendolados, visionarios y posleninistas, le quitaba lo mejorcito del electorado de izquierdas: los jóvenes, las clases medias urbanas, la gente con estudios.

Así que Pedro Sánchez, tras resucitarse a sí mismo en la secretaría general, se plantea resucitar al propio PSOE. Y solo puede hacerlo de una manera: renovando de cabo a rabo la imagen de la marca y de la organización que funciona tras ella. Para semejante (y titánica) tarea, él y los suyos cuentan con criterios e instrumentos razonables y útiles (solo hay que ver la visceral reacción en contra de la derecha). Pero también con dos ventajas de naturaleza externa. La primera, la prodredumbre que corroe presunta, aunque acreditadamente, al PP de Aznar-Rajoy, cuyos exdirigentes y exaltos cargos van y vienen de los juzgados a la cárcel y de ahí a los platós, en una patética peregrinación que los argumentarios de Génova no logran disfrazar. La segunda, la errática trayectoria de Podemos, donde Iglesias, los demás exalumnos de las Juventudes Comunistas y los amateurs empoderados (como Echenique) parecen incapaces de extender su influencia e incluso de retener los votos que obtuvieron en el reciente pasado.

En cuanto al PSOE aragonés... Ya veremos cómo acaba. Lambán ha sido desbordado y se siente víctima de oscuras traiciones. Pérez Anadón, derrotadísimo, ha reducido su actuación política en el Ayuntamiento de Zaragoza a votar junto al PP y Ciudadanos. El futuro es incierto. Y Sánchez, el último cartucho.