Polanyi en 1944 en La gran transformación. Crítica del sistema liberal nos advirtió que permitir al mercado dirigir por su propia cuenta y decidir la suerte de los seres humanos (el trabajo), de la naturaleza y del dinero, tratándolos como simples mercancías, conduciría a la destrucción de la sociedad. Y acertó: la Gran Depresión de los años 30 del siglo XX.

Cuando a la fuerza de trabajo el capitalismo regido por el mercado autorregulador le asigna un precio, el salario, esta peculiar mercancía queda sujeta a los vaivenes de la oferta y la demanda, con lo cual, cuando hay oferta excesiva su precio se desplomará y eventualmente será desechada. Como ocurre hoy con millones de desempleados o precarios actuales. Sobre los efectos de considerar al dinero como mercancía, nuestra época, en comparación con la de Polanyi, no ha hecho más que multiplicar los ejemplos que confirman lo dicho por él. Las crisis financieras y monetarias se han repetido después de la publicación de su obra, pero el problema esencial ha seguido siendo el mismo.

La naturaleza considerada como una mercancía más, posibilita la destrucción del planeta Tierra. Los negativos efectos de la mercantilización de la tierra y de considerar sus riquezas como simples factores productivos empleados de manera irracionalmente instrumental, con el único propósito de mantener en marcha el motor incansable de la acumulación de capital, han conducido a la destrucción de selvas y bosques, al calentamiento global, a la desaparición de miles y miles de seres vivos, y la contaminación de las aguas. Un caso actual lo describe Boaventura de Sousa Santos. La isla de Maré es una isla de 5.712 habitantes, mujeres y hombres negros (el 93% de la población se declara «negra» o «parda», ubicada en la Bahía de Todos los Santos, perteneciente al municipio de Salvador (Bahía, Brasil). Parte de la isla es un quilombo, tierra hacia la que huyeron los esclavos de las plantaciones de los alrededores en busca de libertad. Los habitantes se dedican a la pesca y a la captura de marisco y sus manglares constituyen la pieza central de la economía local. Su riquísimo ecosistema ha sido destruido desde la década de 1960 por la contaminación causada por las industrias y las empresas multinacionales construidas alrededor de la zona de operación portuaria del Complejo de Aratu, a pocos kilómetros de la isla. Una agencia oficial ha denunciado la presencia en el suelo y en sus aguas de ocho contaminantes: arsénico, cadmio, plomo, cobre, cromo, hierro, mercurio y zinc. Esta situación producto de un mercado autorregulado, Polanyi nos advierte que no es el fin de la historia. A todo avance indiscriminado del proceso de mercantilización de la vida social, de pretensión de desligar la economía del resto de la vida social, política o moral, ha surgido en la historia un movimiento defensivo. La salida hoy no es fácil. Pero, es indispensable. Y es sobre todo cuestión de imaginación. El problema hoy no es el predominio del mercado, sino su capacidad de esterilización cultural. Polanyi: «La creatividad institucional del hombre solo ha quedado en suspenso cuando se le ha permitido al mercado triturar el tejido humano hasta conferirle la monótona uniformidad de la superficie lunar». A pesar de todo, a finales del XIX se imaginaron el salario mínimo, el límite a la jornada laboral; en los años 30, formas de intervención pública para contrarrestar la recesión; y tras la II Guerra Mundial el Estado de bienestar. ¿Hoy imaginamos algo? A veces la imaginación está hoy y ha estado también en el ayer más desarrollada en el Sur.

Termino con un fragmento, que pude conocer por el profesor mejicano Carlo J. Maya Ambía, de uno de los documentos más bellos, que se han escrito sobre nuestro planeta y sus preguntas siguen siendo válidas después de siglo y medio, cuando el jefe Seattle contestó al presidente de los Estados Unidos, en 1855, a su propuesta de compra de los terrenos ocupados por los indígenas comandados por el jefe piel roja: «¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja».

La otra pregunta la hace el principal personaje de Los miserables, obra de Víctor Hugo, de mitad del siglo XIX. Jean Valjean, abrumado por su situación económica como parado, rompe el cristal de una panadería y roba un pan para alimentar a sus pequeños sobrinos. La justicia lo condena a 5 años de presidio, que se convierten en 19 por sus intentos de fuga. Reflexiona sobre su situación y se cuestiona si es justo que él carezca de trabajo. Un siglo después encontramos las respuestas de Polanyi en La gran transformación, quien nos explica de dónde proviene esa idea tan extraña al jefe Seattle de comprar y vender la naturaleza, y nos aclara también por qué Valjean y millones de personas como él sufren la injusticia del desempleo.

*Profesor de instituto