A nuestra generación nos engañaron bien. No sé exactamente quién ni cómo, pero nos contaron un relato de los hechos absolutamente contrario a la realidad. Aun así, nos lo tragamos. Nos dijeron que el feminismo era un movimiento que había alcanzado sus objetivos, que la situación de la mujer era igual a la de los hombres y que no había ningún motivo para reivindicarse como feminista. Nos hicieron renegar de todas las luchas que nos habían precedido y nos hicieron creer que las que se definían como tales eran unas amargadas que odiaban a los hombres. Si no se tenía la desgracia de nacer en un hogar donde el machismo se manifestara de forma explícita, era difícil desmentir tal relato. A veces incluso cuando se vivía en carne propia la misoginia, la fantasía social de haber dejado atrás esta cultura llegaba a condicionar a las víctimas, haciendo que negaran sus propias circunstancias. Al fin y al cabo, comparadas con mujeres de otras latitudes, aquí estamos la mar de bien.

Este estado de falta de conciencia lo explica muy bien Lucía Lijtmaer en su libro Yo también soy una chica lista, de obligada lectura para todos los que (y las que) aún cargan prejuicios sobre el feminismo. Lijtmaer hace el retrato exacto de este estado de gracia en que hemos vivido muchas de nuestra edad: las feministas eran aquellas señoras a quien dejó el novio allá por los 70 y desde entonces despotrican contra los hombres.

Una postura muy alejada de la que sostenía, por ejemplo, la pedagoga María de Maeztu en un escrito de principios del siglo pasado: «Soy feminista, me avergonzaría de no serlo». Lo que demuestra que la historia no es una línea continua de progreso y que en el caso del feminismo hará falta mucha memoria, mucha cultura y mucha educación para no volver a épocas anteriores.

El machismo es una cultura bien viva que goza de una salud de hierro. Decid que sois feministas y veréis lo que pasa. Las reacciones no son, ni de lejos, las que habrían imaginado nuestras predecesoras en pleno tercer milenio. Desde las amenazas de muerte en las redes (que ninguna autoridad investiga) hasta la expresión del menosprecio hacia las mujeres en la forma de un supuesto espíritu crítico que sitúa al hombre por encima de las diferencias de género. Estos últimos aún hablan de «las feministas» como si se tratara de una secta minoritaria.

No son escuchadas como representantes de las mujeres porque las mujeres normales no son feministas. Se las ridiculiza y hasta se les cuenta, pobrecitas, cómo tienen que hacer para exigir sus derechos con frases que empiezan con «lo que las feministas tienen que hacer es…». Si mandar a una mujer ya es de por sí una conducta machista, doblemente machista es mandar a una feminista.

*Escritora