Este curso es prácticamente imposible conocer a mis alumnos en la Universidad. Con la mascarilla no les veo más que los ojos y a distancia. Así es imposible quedarme con su cara, menos con su nombre o apellidos. Ellos me conocen a mí gracias a las clases online en las que ya no hay peligro de aerosoles, pero la distancia es infinita porque casi todos apagan sus cámaras para que sus wifis funcionen mejor sólo bajando datos y yo hablo para puntos o en todo caso para fotografías. Es triste y lamentable para los que nos gusta la docencia y el trato cercano, pero es lo que hay que hacer si queremos mantener esta semipresencialidad que siempre es mejor que no pisar la Universidad. Y en las aulas el cumplimiento de las normas es absoluto. Otra cosa puede ser cuando salen a la calle, pero por ahora parece que vamos teniendo suerte. El otro día una adolescente resbaló con su bicicleta a mis pies y le sugerí amablemente que se pusiera la mascarilla. Su reacción fue soltarme todo el catálogo de los peores insultos que su limitado vocabulario les permitía. Leo que a un conductor de autobús le agredieron por sugerir a un viajero que cumpliera la norma y se pusiera la mascarilla. Salgo a la calle y me encuentro con mucha gente que la lleva en la barbilla o que con la coartada de que está fumando se la ha quitado y expande sus humos como si no pasara nada. En las terrazas mucha gente se las quita por sistema, no sólo para beber o comer y te mira como retándote a ver si le dices algo. Y claro, esto no es un tema personal sino colectivo. A más irresponsables más contagios. Hay muchos listos de esos que disfrutan saltándose las normas. Chulos de barrio o chulos pijos de todas las edades. Alguna incluso preside una Comunidad Autónoma. Hagan caso a las autoridades sanitarias, sean inteligentes.