Hace poco más de un mes, varios expertos en Derecho Constitucional fueron consultados por técnicos del Gobierno para explorar los resquicios jurídicos que podía ofrecer la figura del estado de alarma. La epidemia rebrotaba con intensidad en Aragón y en Cataluña y querían saber qué cobertura legal tendría la posible toma de medidas contundentes en algunas zonas concretas del país. El Gobierno estaba escarmentado. Había asumido todo el desgaste de la gestión de la pandemia mientras muchos responsables de gobiernos autonómicos y municipales habían aprovechado la crisis para intentar reforzar su liderazgo político. La propuesta del Gobierno con la consulta a los expertos era clara: si alguna comunidad creía que había que tomar medidas drásticas, que las pida y se ejecutarán. Pero sería una decisión compartida con todas sus consecuencias. Desde entonces, nadie ha tomado ninguna decisión arriesgada que le pudiera desgastar.

El Ejecutivo de Sánchez había encontrado en el camino para prolongar el estado de alarma hasta final de junio, como pretendía, muchas piedras de propios y ajenos. La presión tanto mediática como de la oposición es en parte responsable de que se traslade ahora a las comunidades la responsabilidad de la gestión con la asunción de sus competencias propias, que si bien nunca se suspendieron durante los meses de confinamiento, sí quedaron mermadas. Y mientras el Gobierno acusaba el desgaste, muchos presidentes autonómicos y alcaldes de grandes ciudades presumían de su gestión y se ensalzaba su liderazgo, mucho más cómodo de ejercer al no hallar ni la presión mediática ni la de una oposición (más leal, o más desactivada) que sí encontró el mando único. Los ejemplos son fácilmente demostrables con un repaso a las hemerotecas.

El Gobierno tomó muchas medidas improvisadas, otras las comunicó muy mal y en algunas no dio la mano al consenso, pero tampoco nadie se lo puso fácil, más allá de lo que se escenificaran los domingos tras unas conferencias de presidentes más informativas que ejecutivas.

La pandemia ha puesto a prueba muchos aspectos de nuestro sistema que creíamos más sólidos. Entre ellos, la lealtad institucional y las relaciones bilaterales. Hasta hace pocos años, un presidente autonómico apenas tenía relevancia pública ni orgánica más allá de las fronteras de su comunidad. Pero se fue incrementando a medida que se transfirieron competencias y se acentuó con el auge de la política como espectáculo televisivo que dio foco nacional a quienes antes apenas lo tenían. Y ahí surgieron personalismos, ajustes de cuentas orgánicos y un espacio para engordar liderazgos a base de confrontación. Porque siempre es más fácil responsabilizar a Madrid Siempre es mejor que las decisiones incómodas las tomen otros. Porque hacer de juez resulta siempre más cómodo que de acusado.