Nada más saltar la noticia de la detención de un ultra que se proponía disparar contra el presidente del Gobierno, la red y los foros se llenaron de mensajes repletos de sectarismo y odio. Entonces, la existencia de un personaje como el francotirador frustrado (pero que estaba armado hasta los dientes) resultó mucho menos inquietante que las manfiestaciones demenciales de cientos y aun miles de personas capaces de afirmar (desde el anonimato) que lo del posible atentado era una invención de Moncloa, una sosada sin trascendencia utilizada como baza propagandística, un montaje a lo chavista o una inocente fantasía... que ojalá se hubiese convertido en realidad.

Así estan las cosas. Y no porque España se tambalee al borde del abismo, ni peligre su existencia, ni el Estado se desmorone, ni tengamos un gobierno ilegal, ni ninguna de las exageraciones que forman parte del discurso político y mediático que procede de los ámbitos conservadores, radicalizados hasta un extremo absurdo. Tampoco vivimos en un régimen no democrático, ni el Estado tritura las libertades, ni la Constitución es una mierda tardofranquista, ni las nacionalidades históricas (o como quieran llamarlas) están sometidas a una terrible opresión colonial. Ocurre simplemente que la zozobra ciudadana ante la fluidez de los acontecimientos y la novedad de no pocos fenómenos, en vez de reflejarse en un debate sereno y una movilización social coherente ha degenerado en histeria y miedo.

Los problemas que sí existen no se resolverán con sectarismo ni con odio. Las derechas, divididas y encabronadas, han iniciado un camino hacia su más lejano extremo que no cesa de producir en la gente más impresionable reacciones peligrosas. Su cada vez más obvio ADN franquista produce inadmisibles sueños facciosos y liberticidas.

Y en las ondas centrífugas y en la ultraizquierda que se pretende revolucionaria sobran también los excesos. Como convertir a dos exgrapos en héroes antifascistas (¿?), y traerlos a Zaragoza a que cuenten sus delirios. ¿Estamos locos o qué?