El primer fundamento de la buena práctica profesional, y desde luego en medicina, que es mi profesión, se sustenta en la previa valoración de los posibles resultados y consecuencias que pueda tener la aplicación de un determinado procedimiento.

Cuando las consecuencias de la actuación elegida son negativas y, además, se alargan en el tiempo se definen como secuelas. Secuelas que pueden darse y de hecho se dan, como resultado de un hecho determinable y concreto. Lo más común es que se deriven de una gestión o de una política concretas, ya sea de los responsables morales o de su equipo ejecutor. Actuación que puede ser negligente, pero también insuficiente o parcial por causa interesada.

Las secuelas -sociales, culturales, sanitarias, jurídicas, institucionales-, indeseables por definición, son usuales tras años de un gobierno autodenominado progresista.

Pero entre las proteínas de este gen progresista que pretende inocular a la sociedad una estructura a su medida, se detectan ignorancia, incapacidad, incompetencia, egoísmo e incultura. De intento o no, generan confusión de ideas y razonamientos erróneos alejados de la lógica del entendimiento.

El rasgo se detecta al observar los crecientes episodios de diarrea mental. Siguiendo la praxis normal en el arte médico, procede «historiar, auscultar y explorar» a los líderes (y lideresas) que la padecen. Al hacerlo se manifiesta gran riqueza de síndromes en todos los escalones: políticos, universitarios, policiales, sindicales, judiciales... Son secuelas inevitables, nacidas sin remedio de la incapacidad previa para desempeñar correctamente las funciones para las que fueron designados. Secuelas que pretenden rehabilitar, sin éxito, con curiosas emulsiones de mentiras, jarabes democráticos al gusto, supositorios para incautos y hierbas de inmeditada infusión con engañosos aromas. El símil médico podría aplicarse, en un ejercicio de anamnesis, a la apreciación retrospectiva de hipertermia en el famoso y sudoroso abrazo aquel, donde las palpitaciones acrecentaban el agobiante tufo a patología obsesiva por el acceso al poder.

Hay actitudes reveladoras. El ya exvicepresidente se expresa con verborragia exacerbada, larga cuanto su cerebro depone, con esa sordera interlocutoria que siempre acompaña a la diarrea mental: cuando el mitómano compulsivo perora, sus oídos no oyen nada ni escuchan a nadie. Su caminar con la cabeza elevada, como si estuviera en un púlpito, y las piernas en paréntesis haciendo evidente la rigidez compulsiva, son efecto del reflejo céfalocaudal. Las estructuras osteoarticulares de la columna cervical y el tórax determinan una postura que los clásicos llaman «actitud real» (con el sentido de regia): mentón elevado y pecho henchido, con la mueca que adopta quien detecta un olor desagradable. Los músculos de la visión, embrutecidos por una mirada forzada e hipócrita, le impiden dirigirla hacia quienes le dieron su voto.

Insensiblemente, sin darse cuenta, este y otros demócratas por necesidad ven con congoja que su enfermedad delatora se hace crónica. La secuela se va convirtiendo en gran invalidez y afecta a los músculos de la cara, impidiéndoles sonreír. Por alguna razón mal conocida (quizás lo percibido a través de puertas giratorias y consejos de administración), comienzan a precipitar y formar depósitos o cálculos. El primer lugar es la laringe: se traga con todo. Dame pan y dime tonto.

El contagio del mal es frecuente en dictaduras y democracias, repúblicas y monarquías. Donde prolifera, delata el fracaso de un sistema de gobierno eficaz, a causa de la arrogancia e incompetencia de sus dirigentes.

El poder, el dinero, la vida confortable y las prebendas -y no se diga que no son tantas- producen estas graves secuelas. Lo que debería ser un ejercicio íntimo, vocacional y ético de servicio a la comunidad, mediante los instrumentos puestos a su servicio por todos nosotros, se malea por su utilización en beneficio propio. La justicia social se transmuta en beneficio oligárquico para una variante nueva de la vieja casta. Más dura será la caída.