Sentado en la terraza del bar, me tomo un café sin perder detalle del portal de la acera de enfrente. Mientras observo el portal, me tapo parcialmente con el periódico desplegado, haciendo como que lo leo. He visto demasiadas películas, lo admito. Cuando uno es un detective privado, es difícil evitar ciertos tics. Pero no llevo sombrero ni gabardina, que conste. Visto ropa informal, anodina: jersey gris y pantalones vaqueros. Nadie diría que soy un detective. Salvo los de la agencia, claro.

He memorizado la fotografía del tipo que tengo que investigar en su horario laboral. Es pelirrojo, de unos treinta años, y justo ahora lo veo salir por el portal. Lo reconozco al momento pese a la mascarilla (su cabello me lo pone muy fácil). Lleva al hombro una bolsa de deporte. Consulto el reloj: las diez y cinco de la mañana. Tras dejar pasar unos segundos, abandono el periódico en la mesa de la terraza y voy tras él a una distancia prudencial. Camina a buen paso, y su pelo rojizo destaca vivamente sobre los peatones.

Al poco llega hasta un gimnasio. Empuja la puerta de cristal y pasa al interior. Me acerco al gimnasio y, con disimulo, le tiro un par de fotos con el móvil, sigo caminando hacia la izquierda y sonrío bajo la mascarilla. Doy unos pasos de baile, alejándome; soy el detective que baila en la pista. Ahora tengo que hacer tiempo hasta que salga del gimnasio. Busco una esquina algo apartada y allí me planto.

Sale dos horas después. Sin embargo, el tipo no vuelve a casa. Entra en un bar y pide una cerveza. Se la toma en el interior, sin prisa alguna. Yo decido sentarme fuera, en la terraza. Consulto la hora en el móvil y le tiro un par de fotos. Pido también una cerveza. Creo que me la he ganado. Tal y como sospechaban en su empresa, el individuo que estoy siguiendo se escaquea ampliamente del teletrabajo en casa.