Dos amplios espacios políticos, dos frentes no estructurados pero bastante identificables, afrontan en constante pugna la Segunda Transición. Que vendría a ser una nueva etapa de la primera, si no fuese porque el contexto internacional ha dado un mareante giro, y la evolución de la economía y de la tecnología impone un terreno de juego muy distinto al de hace cuarenta años.

Han sido los cambios de paradigma, la incierta globalización, la victoria del capital financiero (auténtico ganador de la crisis que siguió al crash de hace diez años) y, en España, la corrupción de la élites las causas de una desafección que ha puesto a la ciudadanía al margen de las instituciones y de los partidos, si no en contra de ellos. Las condiciones favorecen la antipolítica, y en última instancia nuevos tipos de fascismo o de nacionalpopulismo.

En nuestro país, izquierdas y derechas (nuevas, renovadas o viejas, que tanto da) merodean en torno a la Transición del 78, pensando ambas que en aquel momento cedieron demasiado. Uno y otro bando aspiran, de entrada, a reinterpretar la Constitución para arrimarla a sus aspiraciones, y, si pueden, reformarla en sentidos muy contrapuestos.

Las derechas, ahora mucho más seguras de sí mismas aunque incapaces de quitarse el ramalazo autoritario y centralista (Restauración y franquismo), pretenden reinvertir la descentralización e imponer un concepto de orden encaminado a limitar determinados derechos y libertades. Las izquierdas, desconcertadas por la situación y tan divididas como siempre, quieren preservar el Estado del bienestar y los programas socialdemócratas, ¿en una república federal? Los nacionalistas periféricos empujan para introducir en los códigos un derecho de autodeterminación que les abra el camino hacia la separación (los catalanes) o les consagre como estado asociado (los vascos). Todo el debate actual (sobre ley electoral, política de género, relación entre lo público y lo privado, papel del Poder Judicial, aforamientos, etcétera) desemboca en lo mismo. Algo va a pasar.