Empieza un año nuevo y, después de hacer balance, que a veces más bien parece un examen de conciencia, muchos arrancan con la habitual lista de buenos propósitos. En estas listas suele haber dos categorías de intenciones: las cosas que se quieren hacer, supongo que encabezadas por practicar deporte y aprender algún idioma, y las cosas que se quieren dejar. Las cosas de las que la gente se quiere quitar (me encanta esta expresión) suelen ser agradables pero o tienen la reputación de ser vicios o resultan perniciosas. En mi lista personal de las cosas de las que me quiero quitar, porque en realidad, aunque me gusten y me hagan disfrutar, no son buenas, he incluido el humor. Voy a dejar de reírme de determinadas cosas. A pesar de que en el momento actual la risa es una válvula de escape que hace que la congoja y el desánimo ante la situación no nos aplasten. Los chistes nos consuelan, por ejemplo, del hecho de que el mundo esté conteniendo el aliento ante las fanfarronadas de dos enfermos jugando con botones nucleares. También hacemos bromas anotando en la lista de majadero del año al tipo que suelta barbaridades como decir que la gente que duerme en los cajeros lo hace porque quiere. Hay chistes, tuits y memes jugando con la supuesta incógnita de quién será el M. Rajoy de la contabilidad b, sobre el desconocimiento de idiomas de los políticos, sobre los privilegios de la familia de Franco, sobre… la lista es muy larga. Pero, si lo pensamos bien, si analizamos nuestros propios chistes, nos están diciendo que estamos gobernados por personas malvadas y ridículas, ignorantes y prepotentes. Y nosotros nos reímos de pura desesperación. El humor, del que afirmamos que es lo que nunca hay que perder, se me aparece como un aliado de todo este sinsentido, porque cuando nos reímos descargamos tensión, aflojamos el cabreo y la indignación que causa todo esto.

Por esto, este año no me quiero reír más de toda esta gente ni quiero que me hagan reír, porque el hecho de que sigan ahí no tiene ninguna gracia. H *Escritora